Todos muertos
Este año 2006 está siendo también el de la conmemoración del 50º aniversario de la muerte de Pío Baroja, aunque creo que es más expresivo y más justo decir "celebración", porque celebrar es un término festivo y, por lo tanto, una manera de minimizar la desaparición del escritor, de subrayar que no hay verdadera muerte de artista, que los artistas permanecen en activo en sus obras. (Llego al Paseo Nuevo donostiarra, contemplo frente al mar el movimiento, el latido de Construcción vacía, y lo último que se me ocurriría pensar es que Oteiza está muerto). En todas nuestras ciudades se han celebrado y se celebran, como corresponde, conferencias, debates, lecturas y exposiciones en torno a la personalidad y a la obra de don Pío. Cada uno de estos actos suma un ángulo o un rasgo al retrato, el recuerdo y el homenaje, pero la mayoría, por no decir todos, comparten la idea de la actualidad de Baroja, de su modernidad.
Hemos oído y leído muchas veces a lo largo de este año que la obra de Baroja no ha caducado ni siquiera envejecido, que no se cae de las manos lectoras, que sigue expresando o sirviendo para entender el presente. Yo también lo pienso. Hay en el barojismo -personal, ideológico y estético- rasgos que no sólo encajan puntualmente en el hoy, sino que traducen críticamente los tiempos que nos está tocando vivir, rasgos que yo resumiría en una palabra: movilidad. El barojismo está lleno de desplazamientos y de periferias (de excentrismos), lleno de resistencias, por no decir repelencias, al confinamiento y al dogma, de visiones cuestionadoras, interrogativas de la geografía, la historia, la frontera, la identidad.
Baroja es un moderno. Yo también lo pienso. Y, sin embargo, creo que me equivoco al pensarlo, porque ¿puede ser moderno un autor que no leen los más jóvenes? ¿En dónde reside su actualidad si no lo conocen las generaciones más exclusivas del presente? La semana pasada, durante las jornadas de homenaje que se celebraron en San Sebastián con el título Baroja aventurero, Ana María Moix dijo que Baroja "debería gustar a los jóvenes antiglobalizadores de hoy en día". Yo también lo pienso, pero estoy segura de equivocarme al pensarlo, porque lo más significativo de esa frase es el tiempo verbal utilizado. "Debería gustarles", podría gustarles, les gustaría... si lo leyeran, pero no lo leen. O lo leen en una proporción tan pequeña que no alcanza ni para el optimismo constructivo del granito de arena.
No leen a Baroja, ni a Cortázar, ni a Rulfo, ni a Faulkner, ni a Proust, ni a Woolf (no digamos a Joyce), ni a Auden, ni a Borges, ni a Camus, ni a Martín Santos, ni a Rodoreda, ni a Duras, a ninguno de esos modernos que reúnen las condiciones de la inmortalidad y que, sin embargo, muy pronto estarán muertos. En un plazo muy corto, en cuanto desaparezca la última generación de lectores, todos muertos, porque no sólo me equivoco al suscribir la modernidad de Baroja, sino en todo lo dicho desde el principio de esta columna. Esa ingenuidad de que no hay verdadera muerte del artista, de que los artistas siguen en activo en sus obras, latiendo frente al mar del presente, imprimiendo al hierro de la actualidad resistencias, interrogaciones y respuestas vivibles. Dentro de muy poco, estarán todos muertos. A los autores más argumentales el mercado multimedia tal vez les dé alguna póstuma oportunidad: un montaje comprimido con sus mejores escenas. A los demás -a los genios de la forma significativa, pegada al fondo inteligente como una piel-, ni agua. Para ellos sólo un olvido organizado en bibliotecas-cementerio, y, de vez en cuando, con suerte, un sobresalto: una cita nostálgica, un discurso tardopolítico o la celebración de un halloween de difuntos literarios (cosa de que no decaiga el negocio de las calabazas y las flores).
Y entonces, en vista de tanto error, me esfuerzo por volver al Paseo Nuevo con una mentalidad realmente contemporánea. Veo frente al mar una explanada con una pieza metálica en medio, ideal para apoyar la espalda, y me digo que esa construcción vacía tiene que ser el sitio perfecto para una sentada y un botellón. ¿O no?
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