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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

China-África

La cumbre China-África celebrada este fin de semana en Pekín ha sido toda una demostración del poder de convocatoria de la potencia asiática, ávida de materias primas, solvente y nada escrupulosa en cuestiones de derechos humanos. Los 48 líderes de países africanos asistentes saben que ya no tratan con la China maoísta, que intentaba una expansión ideológica por el continente negro pero que concluyó en dramas humanitarios y absurdos económicos. Hoy, China se presenta como un inmenso socio, es ya el segundo consumidor de petróleo tras EE UU -un tercio del cual compra en África-, con una clase media emergente que pronto alcanzará los 400 millones y una demanda enorme de materias primas y agrícolas.

Después de la gran ofensiva lanzada el pasado año por el presidente Hu Jintao en Latinoamérica, ahora es África la que recibe esta oferta de créditos, compras solventes y ninguna reserva como las que plantean Europa y Estados Unidos respecto a sus políticas de derechos humanos.

Pero, además, Pekín quiere fomentar su modelo de desarrollo para África frente a lo que en muchos países de este continente se considera el fracaso del modelo de la democracia occidental, de la emulación de las potencias coloniales y lo que han considerado arrogancia de EE UU y Europa en su trato con ellos. En este sentido, la cumbre de Pekín ha servido también para establecer tratos privilegiados sobre la base del modelo chino de erradicación de la pobreza en el que no se contemplan derechos humanos y participación política. El encuentro es una prueba más del inmenso poder de convocatoria y prestigio que el régimen chino ha adquirido en el Tercer Mundo en las últimas dos décadas.

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