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Columna
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Juan Ramón Jiménez

Como quien peregrina a Lourdes para impetrar de la Virgen dulzura de corazón para enjuiciar a los enemigos, me acerco al Pabellón Transatlántico de la Residencia de Estudiantes de la calle Pinar, a dos pasos de la glorieta del Doctor Marañón y a unos 15 centímetros de la embajada de Eslovaquia, para visitar la magnífica exposición de homenaje a Juan Ramón Jiménez, el misionero más importante de la poesía española del siglo XX. Recientemente, he asistido también a una espléndida conferencia de Álvaro de Marichalar en la Universidad de Deusto en Madrid en la que relató su impresionante viaje en moto-sierra siguiendo el trayecto del navarro Francisco de Javier, el antecesor, hace ya cinco siglos, de Jiménez en el oficio de misionero, y, durante unos días, voy de misión en busca de la paz de mi espíritu.

Hago, pues, también una breve escala en la presentación de Baroja en la que intervienen en el Círculo de Bellas Artes Ángel Sánchez Harguindey y un Fernando Pérez Ollo -llego al acto cuando él interviene- que anima a la concurrencia con su oratoria tan brillante como moderna.

Esta exposición de Juan Ramón Jiménez, que estará abierta hasta enero de 2007, debería ser visitada por los lectores devotos del poeta, alumnos de centros escolares y por la afición general como dice la Biblia gildebiedmiana. Con esta visita pretendo que la sensata Residencia de Estudiantes, donde, junto con tantas glorias de nuestra cultura, se instaló como residente el poeta de Moguer en 1913, me infunda unos gramos de sofrosine griega para librarme del maleficio de haber convertido al eximio misionero de la poesía Jiménez Mantecón, hijo de riojano y andaluza, en una de mis bestias negras preferidas. Pero, ay, en mi primera juventud me afilié con pasión a los versos y prosas de Luis Cernuda y Gil de Biedma, dos acérrimos enemigos de Juan Ramón Jiménez, y me dejé arrastrar por sus malos ejemplos. ¿No es Cernuda, que comenzó amando a Jiménez y luego terminó odiándolo, el autor del demoledor poema J. R. J. contempla el crepúsculo, en que ridiculiza, con la eficacia del más letal Terminator, al hijo más célebre de la onubense Moguer? Y, como prueba del amor inicial de Cernuda por Jiménez, en la exposición de la Residencia de Estudiantes se exhibe una afectuosa postal -remitida en agosto de 1934 a la calle Padilla, 34- que el poeta sevillano le envió al poeta onubense el día que visitó Moguer y en ese bello pueblo se acordó de su entonces admirado maestro. Y, siguiendo con otro maestro mío, ¿no fue Jaime Gil de Biedma el papa que tan sectariamente vetó la presencia de los versos de Jiménez en la antología Veinte años de poesía que firmó Josep María Castellet? Estos malos ejemplos los he seguido como un discípulo ofuscado por sus maestros y he escrito contra el autor de Platero y yo -el libro que, a mis 15 años, me elevó de la poesía de Pemán a la poesía de Jiménez- pullas que el cielo no me perdonará ni aunque, tras un viaje a Lourdes, siguiendo las huellas de Ignacio de Loyola a Tierra Santa, peregrine a Jerusalén de rodillas. Mientras preparo el viaje a Israel para darme en penitencia por estas injurias absurdas un par de cabezazos contra el Muro de las Lamentaciones, contemplo despacio los libros y documentos que se exhiben en la exposición y quedo fascinado al hallar en el pasado las raíces de nuestro presente. ¿No preparan ya los estados unos pasaportes que incluirán, junto con la foto y huellas digitales, datos electrónicamente irrefutables del iris, del pubis, del coxis y del trigémino e hígado de toda persona que quiera viajar? En el pasaporte de Jiménez extendido en Madrid para su viaje, según se lee, a los Estados Unidos del Norte de América, leemos esta descripción física del poeta hecha por la policía: estatura, alta; pelo, castaño; cejas, al pelo; nariz, aguileña, boca, grande; barba, en punta; color, moreno. También ahora estamos viendo en las calles madrileñas unos paneles que anuncian las visitas de asistentes sociales a domicilios de ancianos. También este servicio tiene su raíz en los años treinta. Por esas fechas Zenobia Camprubí, la esposa de Jiménez, fundó el antecedente de este servicio social. Hacia 1927 Jiménez vivía en Velázquez, 96. En el número 8 de la calle Ortega y Gasset -el paraíso de las marcas comerciales de mayor prestigio- se lee una placa que dice: "La Diputación Provincial / de Madrid / En recuerdo de la / 1ª Etapa Hispana de la / Peregrinación a Juan Ramón Jiménez / Del Taller Prometeo de Poesía Nueva / Madrid, 9 de octubre de 1981". Traduzcámosla para el peatón en plata rústica: "En esta casa vivió Juan Ramón Jiménez". Como se ve por la prosa de esta placa solipsista, los discípulos de Jiménez son perpetuos adolescentes: Nunca se les ocurre pensar en los demás.

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