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Columna
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Contra el fatalismo

Dicen las encuestas que a pesar de los pesares -y el pesar es mucho- el Partido Popular mantiene, o incrementa, su ventaja entre nosotros. La decepción es tal que muchos de los desolados afirman, más allá de la coyuntura política, que los valencianos, sus gustos, imaginación, manera de ser, etc. se ajustan fácil y cómodamente al PP. Sin duda tal opinión, oída en más de una boca y más de una vez, supone una censura bipolar: censura del PP, compendio de mal gusto, marrullería, clericalismo, desgobierno y populismo; pero también de una ciudadanía que mayoritariamente alienta semejante cohorte.

El asunto no es menor. Si fuera el caso que los valencianos son sustantivamente los últimos mohicanos de la "defensa de occidente", entonces la suerte está echada para largo. Es tentador admitir que así es. Pues cabe recordar, a pesar de cierta euforia -u oportunismo- del momento, que cuando las urnas llevaron a Zapatero al gobierno, la lista del partido socialista perdió en Valencia frente a la holgada victoria de la de Zaplana. Pero ahora una derrota del PSOE supondría que la mayoría de valencianos se muestra indiferente, o abiertamente reluctante, a uno de los periodos de mayor innovación política de este país. Una innovación que, en el caso de los derechos individuales, acredita, articulándola jurídicamente, la revolución antropológica que experimentan las sociedades modernas. Todo ello quedaría desacreditado por los valencianos o al margen de su interés.

Sin embargo, esta clase de pesimismo tiene un supuesto que no va, sin más, de suyo. Me refiero a una reactualización de la teoría de los "caracteres nacionales" o del "esprit general de la nation", tal como Hume y Montesquieu la fraguaron. Los dos pensaban que había algo así como un alma o carácter de las sociedades que una vez formados tendían a dominarlas. Verdad es que autores muy dispares atribuyen un esprit a los valencianos que no es para sentirse dichoso (este juicio, cierto, depende de las anteojeras de cada uno). Valga el ejemplo de dos escritores inteligentes en un periodo en el que es incuestionable que Valencia fue proclive a la izquierda. Arturo Barea, en su monumental La forja de un rebelde -en el volumen La chispa dedicado a la guerra civil-, se sorprende, al venir del Madrid asediado, de una Valencia bullanguera y despreocupada, "un mundo extraño en el que la guerra no existía...las gentes bien vestidas, orgullosas y chillonas, con tiempo y dinero a su disposición. Las terrazas de los cafés estaban llenas...", etcétera. Erika Mann, la hija del Nobel, también antifascista, de carácter, formación y estirpe muy diferentes a los de Barea, estuvo aquí como corresponsal de guerra, hospedada en el Hotel Reina Victoria en 1938, cuando el frente estaba a unos treinta kilómetros y la guerra ya cubría la ciudad con su espectro. Pero insiste en lo mismo: las personas pasean "distraídas" hasta la noche, "se asientan... en los locales principales y llenan las salas de los teatros y cinematógrafos". Las chicas "maquilladas y alegres" reciben los soldados. Asiste a una zarzuela cuyo protagonista es José de Egipto: "La sala, llena hasta los topes, reía viendo los ademanes del casto muchacho, que se comportaba como una fina ama de llaves a la que se le acercan demasiado. Los estribillos, llenos de alusiones, los coreábamos todos". Me resulta familiar, alegría, alegría, hasta me imagino las obscenidades.

No soy partidario de la teoría de los caracteres nacionales, menos aún atemporalmente considerados. Hume y Montesquieu creían que dependían de causas físicas y morales. Salvo en las sociedades muy primitivas, donde dominaban las causas naturales, las causas morales primaban sobre las físicas. Lo cual quería decir que aquellas almas colectivas eran mudables. Decir que somos "así" es fatalista, desactiva formas de imaginarnos de otra manera. Un sociólogo de la Complutense decía que el PP hace la oposición que hace porque sabe que España tiende a la izquierda: se olvida un tanto de la ideología y se embarca en el regate político de la deslegitimación. Quizá en Valencia quepa lo contrario: cargar las tintas de la lucha ideológica y conseguir la transmigración de las almas. Eso sí, sin perder la alegría.

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