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Del Consejo: lo que faltaba

Hace ya bastantes años, concretamente en julio de 1994, escribí en este periódico un artículo titulado ¿Consejo de usar y tirar? Tal intervención fue debida a "la patética situación de desguace" por la que en ese momento pasaba la institución del Consejo General del Poder Judicial, resultado del juego meramente instrumental de la misma en el tablero de la política tout court. La verdad es que, al rotular de ese modo un tanto lapidario, creía estar discurriendo en el territorio de la anécdota. Es decir, bajo el estímulo de circunstancias propias de una desafortunada coyuntura, que podría no repetirse -siquiera con semejante índice de gravedad- con una nueva composición personal del órgano. Pero no: sin saberlo, me movía en el plano de la categoría.

Aunque pueda parecer pretencioso: estaba caracterizando un tipo bien poco ideal de Consejo: el antimodélico Consejo español. Ése que los entusiastas de la enmienda Brandrés, con patente frivolidad, no dudaron en calificar de "democrático", frente al "corporativo". Que es como -tiene su gracia- se definió aquí al italiano. En abierto contraste con las aportaciones de constitucionalistas como Pizzorusso, Zagrebelsky, Silvestri y tantos otros, bien poco sospechosos de judicialismo ingenuo. Y despreciando actitudes tan elocuentes como la de Pertini en la presidencia de la institución. Pero ¿por qué iba a importar cuando aquí la cosa iba de revolución, que no de reforma?

Antes aún, en 1985, también en este mismo medio, bajo otro interrogante: ¿Más democracia para la justicia?, había expresado preocupación por la constitucionalidad y consecuencias previsibles del proyecto de Ley Orgánica en la materia. Subrayando también que en el sistema constitucional vigente "más parlamento", a partir de un cierto límite, no significa "más democracia". Y, en fin, vaticinado que el cambio legal en ciernes acabaría por hacer de las asociaciones judiciales simples "agencias colaterales y funcionales a los partidos" y, en general, de los jueces interesados en acceder a la institución, "un colectivo de aspirantes pasivizado y expectante", puesto a disposición de las ejecutivas de aquéllos.

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No lo traigo aquí a colación por el placer de vestirme de profeta (que no habría sido el único), sino para poner de manifiesto que lo que ahora escandaliza -si escandaliza ya- es fruto de la irreflexión culpable, nutrida por una preocupante falta de lealtad constitucional y con traducción en un pobre ejercicio de bricolaje institucional para andar por casa. Cierto que apocalípticamente contestado en origen por el partido a la sazón opositor. Pero cierto también que, como en el caso del divorcio y del aborto, y como el tiempo ha demostrado, desde la pura y simple disposición a jugar al mismo juego sin cambio de baraja. Y, lamentablemente, todo favorecido por la actitud de un Tribunal Constitucional que, emulando a Pilatos, se lavó ostensiblemente las manos, advertido y advirtiendo del desastre.

Pues bien, mientras nadie discute la relevancia del papel de la jurisdicción en el vigente modelo de Estado y la necesidad de que la independencia de los jueces opere como efectiva garantía de los derechos fundamentales de todos, el órgano que tiene el cometido constitucional de "gobernar" (mucho mejor dicho: "administrar") ese ámbito institucional y de gestionar limpiamente el estatuto del juez, incumple en aspectos esenciales su encargo desde hace un cuarto de siglo. Es decir, desde siempre. En tanto que el Parlamento y los partidos políticos llevan ese mismo tiempo contribuyendo a mantener tan dramática realidad en sus constantes. Con la inapreciable colaboración estelar -¡ay!- de algunos jueces, a veces fiscales, que en los sucesivos mandatos habrían descubierto el nada discreto encanto de una forma de hacer política. Desde luego no política judicial en su recto sentido.

A favor de anteriores Consejos, hay que reconocer que la fatal trayectoria del órgano en sus diversas conformaciones sigue un imparable in crescendo, que, para confirmarlo, en el actual, en su último tramo, adquiere ribetes de apoteosis. Ya no se trata de la indefendible política (con frecuencia política a secas) de nombramientos; tampoco de las peculiares intervenciones presidenciales; ni de la endémica falta de legitimación entre los jueces. Ya ni siquiera de la demostrada incapacidad de hallar un espacio al margen de los diversos sectarismos cruzados, para confluir con racionalidad constitucional y democrática en algunas decisiones imprescindibles de la diaria gestión.

No. Lo producido en esta fase terminal implica un verdadero salto de cualidad. Últimamente, con dos escenificaciones del mayor formato; responsabilidad, es justo decirlo, del sector mayoritario.

La primera: el erre que erre en el proceder con un nombramiento tan significativo como el de Presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional en verdadero fraude de jurisdicción. (Dejo de lado la cuestión del perfil de los candidatos, que aquí no es el caso). Hablo del material incumplimiento de lo resuelto por la Sala Tercera del Tribunal Supremo en su demoledora sentencia de anulación, cuyo fallo ha sido eludido mediante un nada ejemplar ejercicio de motivación aparente.

La segunda es la inconcebible intervención del vocal Requero, al promover una iniciativa de control administrativo de una actuación judicial en curso, simplemente a partir de una información periodística, y en abierto contraste con lo manifestado por los fiscales y la secretaria de la causa. Actitud ésta que tiene continuidad lineal en la decisión de la mayoría del Consejo de denegar amparo al juez afectado: cuando tendría que habérselo otorgado, precisamente, frente al inquietante invasivo activismo del vocal.

Insistiendo en la autocita, diré que hace unos meses escribí, también en este diario, un artículo de título Alguien tiene que hacer algo por el Consejo. Era una llamada, cierto que contra toda esperanza, a la sensibilidad y a la responsabilidad de los distintos implicados, sin excepción. Como se ha visto, concurren las mejores razones para reiterarla con mayor fuerza. Pero también idénticos motivos para la desesperanza. ¿Será posible?

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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