El emperador triste
Óscar Alberto Dertycia no siempre fue calvo. Lució una hermosa melena hasta 1990. Aquel año, en un invierno, perdió todo el cabello. Dertycia, joven delantero del Argentinos Juniors, había sido fichado por el Fiorentina para componer con Baggio una fenomenal pareja de ataque. Pero no hubo manera: por más balones que recibía, Dertycia no marcaba. Lo fallaba todo. Se lesionó gravemente, se deprimió y empezaron a caérsele mechones de pelo. Todos los médicos coincidieron en el diagnóstico: alopecia nerviosa. Dertycia se marchó de Florencia y de Italia a final de temporada, calvo y triste.
Adriano, por el momento, es calvo porque se afeita el cráneo. Su cuero cabelludo resiste. Lo demás goza de poca salud: las piernas, los pies, la cabeza. Adriano no marca un gol para el Inter desde el 29 de marzo (fue un gol que no sirvió de nada porque el Villarreal superó la eliminatoria) y, lo que es más grave, no parece en condiciones de marcar. Hace sólo un año se le llamaba El Emperador y se le comparaba con los más grandes delanteros de la historia. Ahora es un alma en pena, un tarugo, un jugador que no juega.
En el Inter atribuyen el desplome de Adriano a la fatiga psicofísica acumulada en las últimas dos temporadas. Lo cual resulta plausible, aunque pueda extrañar en un joven de 24 años: Dertycia también tenía 24 años cuando sufrió su año negro en Florencia. En Adriano, sin embargo, la impotencia goleadora reverdece ciertas sospechas que asomaron ya en los buenos tiempos. Algunos viejos catadores de fútbol, como el napolitano Giorgio Galeone, hoy técnico del Udinese, le negaron desde el principio la condición de fenómeno: fuerte, sí; espectacular, también; pero Adriano, decían los Galeone, carecía de esa inteligencia especial e indefinible que permite a los realmente grandes adivinar los movimientos de los demás jugadores sobre el campo.
Esa limitación constituía, hasta cierto punto, el atractivo de Adriano. Tenía que correr más que el contrario porque no utilizaba la astucia; tenía que disparar más fuerte que nadie porque le costaba colocar el balón; sus exhibiciones físicas eran tan portentosas que deslumbraban. Cuando las fuerzas empezaron a fallarle y se sucedieron las pequeñas lesiones, Adriano se convirtió en un futbolista vulgar, de los que se marcan solos porque embisten contra el bulto.
Acabó la temporada jugando mal, jugó poco y mal en el Mundial de Alemania y regresó mal tras las vacaciones. Roberto Mancini, el técnico interista, le ofreció la posibilidad de reincorporarse más tarde para que disfrutara de un descanso adicional. Pero Adriano no quiso: estaba ansioso por recuperarse a sí mismo y demostrar lo antes posible que el bache estaba superado.
Se entrenó con voluntad y sin provecho perceptible. En los partidillos con los compañeros le salía a veces lo que antes le salía siempre. En los partidos de verdad, en cambio, continuaba negado. Se convirtió en un habitual del banquillo y no cejó: siguió entrenándose fuerte. Hasta el lunes pasado. Dejó caer los brazos y anunció que se sentía incapaz de hacer nada.
El Inter le ha concedido unas vacaciones sin fecha de retorno. Adriano volará hoy o mañana hacia Río de Janeiro para estar en Brasil diez días, quizá más. Mancini ha renunciado a contar con Adriano para el derby con el Milan de esta semana porque en las actuales condiciones no hace ninguna falta. Algún día, se supone, volverá el Adriano de antes. O eso o el Adriano de hoy se irá para siempre.
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