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Columna
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Rúbricas

La firma que se estampa en una factura o en una carta no es sólo una manera personal de escribir el propio nombre, sino un sello que contiene y refrenda la identidad de una persona, del mismo modo que el ADN contiene su código genético. La firma es una ondulación del espíritu que no se manifiesta únicamente en la grafía sino en el estilo que cada cual imprime a sus actos. Pizarro firmó con una cruz el acta notarial en que se comprometía a descubrir un imperio al sur del Darien y terminó la conquista con otra cruz que trazó con su propia sangre sobre las baldosas de su palacio de Lima al caer en él acribillado a estocadas. Y no es que Pizarro descubriera Perú a pesar de ser un analfabeto, es que probablemente sólo lejos de la letra impresa se podían forjar caracteres de tanto temple.

Franco en cambio firmaba sentencias de muerte en pantuflas mientras tomaban chocolate con picatostes con una servilleta anudada al cuello en una mesa camilla del Pardo que olía a efluvios de coronas fúnebres que es el olor que todos los carniceros llevan pegados a su sombra.

A principios de los años setenta, cuando Fraga era ministro de Información y Turismo, un combativo periodista de La Voz de Galicia, llamado Francisco Pillado, fue llamado a capítulo al ministerio para rendir cuentas por un reportaje aguerrido. Eran tiempos heroicos en que los veteranos del oficio todavía llevaban visera y manguitos y enseñaban a las nuevas generaciones que iban llegando a la redacción a titular con menos de diez palabras. Y luego estaba todo aquel mundo fascinante de los talleres, con olor a plomo y los linotipistas con sus botellas de leche al lado de la máquina. Eran tiempos también en que la libertad de expresión había que ganarla a veces en el espacio minado de una oración subordinada. El caso es que Francisco Pillado entró en el despacho de Fraga en un momento en que éste tenía sobre la mesa varios papeles para firmar y, ensimismado con la rúbrica, ni siquiera se digno a levantar la cabeza hacia el corresponsal. Pasados unos segundos, el periodista, viendo que el ministro no le prestaba atención, salió del despacho del mismo modo que había entrado, con las manos en los bolsillos, caminando despacio. No había llegado aún a la puerta cuando un bolígrafo de acero cromo níquel lanzado por la espalda como una saeta le abrió un boquete en la cabeza de tres puntos de sutura. Era la rúbrica de Fraga, que presumía de liberal de toda la vida desde que había vuelto de Londres con un bombín y un paraguas de Mark&Spencer.

Hay rúbricas que parecen un laberinto sin salida, rúbricas rimbombantes y rúbricas muy historiadas que sin embargo esconden debajo la pelambrera de astracán de un animal de la dehesa. Es el caso de la firma que José María Aznar estampó el lunes pasado a una periodista que le hizo una pregunta con sorna. Las personas primarias carecen de sentido de la ironía y poseen un sello que transfieren sin darse cuenta a cualquier acto de su vida. Esa rúbrica es algo innato que no pueden evitar, tan consustancial como el vinagre a los boquerones y se manifiesta en los momentos más inesperados: al posar para una foto, al pedir un metro en un mitin para medirse los genitales, al poner los pies encima de la mesa al lado del emperador o al querer colocar una banderilla en el escote de una periodista introduciéndole un bolígrafo en el escote. Con la rúbrica del señor Aznar, Freud podría escribir todo un tratado sobre la frustración.

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