_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Simulacro de debates

Soledad Gallego-Díaz

Si Hanna Arendt tenía razón y existe una gran diferencia entre la opinión, que se basa en el debate público, y el humor o estado de ánimo, que nace allí donde no hay debate, en España se podría decir que no hay opiniones y que abundan, por el contrario, los humores. En España no hay debate público y no lo hay porque los políticos se niegan en rotundo a debatir delante de los ciudadanos: hace años que desaparecieron los programas de televisión en los que parlamentarios o dirigentes de diferentes tendencias alegaban públicamente razones en defensa de sus ideas y en contra del parecer de sus adversarios. La consecuencia es que los ciudadanos conocemos hoy menos que nunca lo que piensan nuestros políticos, sus argumentos o sus proyectos. Sabemos, eso sí, lo que piensa un grupo de periodistas que actúa, al parecer, en su nombre o representación y que protagoniza, sobre todo en las televisiones públicas, una especie de simulacro de debate, tan parecido al auténtico como las barritas de pasta de cangrejo al centollo del Cantábrico.

La sustitución del debate político por el marketing y el espectáculo circense no es una moda internacional a la que nos hayamos sumado: es algo que hemos inventado nosotros. En el resto de Europa, incluso en Estados Unidos, las televisiones, públicas y privadas, disponen de programas en los que los políticos se ven obligados a responder a expertos en materias de sus respectivas competencias, a discutir entre ellos y a profundizar en el análisis de sus propuestas, o en la refutación de las de sus oponentes. La experiencia demuestra que en esos auténticos debates circula la información, casi como condición previa inevitable, y que en la gran mayoría de los casos los políticos, enfrentados a las cámaras, son capaces de discutir sus diferencias sin fracturar al mismo tiempo las comunidades. Pero en España los políticos se han declarado exentos, no sometidos a ninguna obligación parecida, y los ciudadanos, inexplicablemente, lo hemos aceptado sin rechistar. Hemos renunciado a lo que no es una graciosa concesión de nuestros dirigentes sino a lo que debería ser, en el mundo de hoy, una de sus principales obligaciones, no sólo durante la campaña electoral y entre candidatos a la presidencia del Gobierno sino durante toda la legislatura y entre políticos de distinto grado y condición.

Lo que ocurre en España no es solamente culpa de los medios de comunicación, sino también, y en buena parte, de los principales responsables de los grandes partidos. Los programas de debate han desaparecido no porque las cadenas de televisión hayan decidido que no son rentables (los españoles no somos tan distintos de los franceses o norteamericanos), sino porque los políticos se han ido negado a acudir a ese tipo de programas, convencidos, cada vez más, de que lo que importa son las modernas técnicas de marketing y no el debate abierto. ¿Para qué esforzarse en buscar explicaciones, en escuchar lo que dice el oponente y en responderle algo concreto, si es posible utilizar frases cortas, ideas simples, machaconamente repetidas hasta que queden grabadas en nuestros cerebros y alimenten, no nuestra opinión, sino nuestros humores, teóricamente mucho más fáciles de manejar?

En la tan anticuada y criticada Francia, los tres políticos socialistas que aspiran a ser proclamados candidatos a la presidencia de la República protagonizaron hace dos días un debate televisado. Los candidatos de la derecha también han discutido públicamente en algunas ocasiones. Nicolas Sarkozy incluso debatió con Jean Marie Le Pen, pese a que el líder de la extrema derecha no tenía siquiera representación en la Asamblea Nacional. En la muy moderna España el debate, en un caso y otro, lo habrían protagonizado (¿se podría decir usurpado?) seis periodistas, que, en el mejor de los casos, expondrían lo que ellos piensan que piensan los políticos y en el peor, se lanzarían, en su nombre, a una desagradable batalla campal. Detrás de las bambalinas, los políticos se mueren de risa, callados, dispuestos a no permitir que los ciudadanos cambien los humores por opiniones. Sinceramente, y por mucho que como periodista me pueda gustar que lean mis opiniones, les aseguro que lo que nos importa, a ustedes y a mi, es lo que ellos están pensando. solg@elpais.es

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_