No me lo puedo creer
De esto hace ya cinco años, pero la semana pasada lo recordé y he podido reconstruirlo con un poco de paciencia. En diciembre de 2001, Raymond Tallis lanzaba una sorprendente acusación contra Michel Foucault, con la excusa de comentar un libro que exponía una posible historia de la falsedad. El artículo venía anunciado en la portada del Times Literary Supplement, lo que le daba un carácter marcadamente solemne.
El argumento de Tallis era un clásico: a su entender, Foucault nunca creyó seriamente en su propia formulación teórica de que las "verdades objetivas" no eran sino manifestaciones del poder dominante y por lo tanto tan relativas y efímeras como el poder mismo. Sin embargo, luego añadía un contraargumento. Basándose en la biografía de Foucault escrita por David Macey, afirmaba que cuando en 1980 el filósofo fue advertido por sus colegas americanos sobre una peligrosa enfermedad que afectaba sobre todo a los homosexuales, éste reaccionó como si de verdad creyera en sus propias teorías: no hizo el menor caso, lo consideró una intoxicación homofóbica, la típica "verdad" creada por los media al servicio de un poder represivo, un cuento de terror para impedir la libre circulación sexual, etcétera. Era entonces profesor invitado en Berkeley y pasaba una de sus etapas más eufóricas y de mayor promiscuidad sexual.
Todo lo cual sería materia de confesionario o basura para la prensa del chisme, de no ser porque una vez infectado por el virus siguió sin admitir la existencia del sida y consecuentemente no avisó a ninguno de sus colegas sadomasoquistas, ni siquiera en el año de su muerte, en 1983. Convertido en mártir de sus propias convicciones relativistas, el problema era que había creado, de paso, un buen número de mártires involuntarios que quizás se hubieran salvado de haber sido diagnosticados a tiempo. El relativismo de Foucault le había costado bastante caro a un montón de gente a la que supuestamente apreciaba.
Como era de esperar, uno de sus amigos, Richard Sennett, replicó que todo era un montón de mentiras y que Foucault estaba demasiado ocupado trabajando como para convertirse en una fiera predadora. Muy al contrario, decía Sennett, el filósofo se encontraba tan delicado de salud en sus últimos tres años que no podría haber mantenido relaciones sexuales ni aun queriendo. Aunque, eso sí, le encantaba alardear como si las tuviera. De un modo impecable, la respuesta al puritano Sennett vino del departamento de sociología de la universidad de Brighton. Confirmaban que Foucault jamás se había apeado de sus convicciones relativistas, no había admitido la existencia del sida, pero que era imposible conocer su comportamiento sexual de los últimos años como no fuera mediante testigos directos, así que si Sennett sabía algo (algún fact) tenía la obligación de comunicarlo.
La verdad es que el problema no es fácil de formular y tiende a deslizarse por la vía del chismorreo, pero es un buen ejemplo de la responsabilidad del intelectual, esa criatura habitualmente irresponsable. ¿Deben los teóricos respetar sus propias teorías? ¿Las invalida un comportamiento contrario a las mismas? ¿Por qué es muy grave que un congresista americano defensor del menor resulte un pederasta, pero no lo es que Brecht, paladín de los explotados, explotara a sus amantes, las hiciera trabajar como mulas, y no les pagara un duro?
El caso es retorcido porque un relativista moral como Foucault mantiene que la doblez moral no sólo no invalida la teoría sino que la confirma, de modo que la inmoralidad de algún moralista como Brecht no es sino la prueba del nueve del relativismo moral. Por eso daba tanta risa la intervención de otro defensor del fallecido, Hill Luckin (18 enero), el cual afirmaba que Foucault no había sido "un relativista absoluto" y que no había que exagerar. En efecto, a todos nos gustaría saber qué es un "relativista relativo".
La cuestión quedó más ordenada y elegante gracias a John Hargreaves, el cual escribió que si alguien cree seriamente "que el conocimiento científico, como todo conocimiento, es un constructor lingüístico y por tanto sólo es una justificación del poder", entonces la destrucción de vidas humanas que podrían salvarse es algo inevitable. No se está hablando, en consecuencia, de un episodio privado con algunas perso
-nas muertas "por una infección sociolingüística", sino de las muchas que morirían si se aceptara el relativismo seriamente, políticamente. Si el relativismo penetrara en la estructura administrativa de la sociedad, la destrucción sería inevitable. Y quizás es lo que está sucediendo. El islamismo ha llegado en el momento adecuado.
Una semana más tarde Ian James trataba aún de salvar a Foucault tirando por elevación. Según decía, el relativismo arrancaba de la fenomenología de Husserl y llegaba hasta su desenlace en Heidegger. La mención de los padres desviaba la culpa del hijo y ponía al relativismo en un área prohibida para los empiristas, idealistas, positivistas y en fin para todos aquellos que no fueran relativistas. La consecuencia era que la verdad de Foucault sólo es verdadera para los foucaultianos lo cual, sin duda, confirma el relativismo de Foucault.
El círculo me parecía ya excesivamente vicioso. Cuando dos números más tarde regresó Raymond Tallis para pulverizar a Sennett y a Wright, abandoné la querella. Quizás ha tenido alguna continuación interesante. En todo caso, y a la vista del intercambio, parece evidente que, en resumidas cuentas, los partidarios de la verdad objetiva pueden ser informados de sus errores mediante razonamientos verdaderos (en los cuales creen), en tanto que un relativista no puede ser convencido de absolutamente nada porque cualquier razonamiento que debilite su posición entrará a formar parte de los "discursos de confirmación del poder". Incluido el suyo.
He recordado esta bella batalla, digna de una novela, pensando en aquellas otras batallas entre comunistas y demócratas en tiempos de Foucault, cuando ambas palabras designaban a individuos reales. Cualquier argumento o dato (fact) que debilitara la utopía comunista, por ejemplo la barbarie estalinista o el totalitarismo de Castro tan similar al franquista, era inmediatamente considerado un argumento pro yanqui y descartado con una risita de superioridad. Lo mismo sucede, en la actualidad, con los ideólogos del nacionalismo: es inútil razonar con ellos si no es para coincidir de inmediato y en todo lo que exponen. Cualquier dato, hecho, argumento o razonamiento que debilite su creencia es inmediatamente interpretado como infección sociolingüística del nacionalismo enemigo.
Por una pelmaza deriva de los astros, veinte años después de muerto Foucault la totalidad de la vida política española se ha hecho de un relativista que deja a Foucault como un teócrata. Tiene mucha gracia que se enfrenten dos posiciones de las que no hay una que defienda la razón o la verdad o algo similar y otra que la relativice, sino que ambas defienden la inexistencia de verdad, razón o algo similar en el terreno moral. Ambas saben que sus discursos sobre la justicia, el derecho, la patria o la libertad son una mera defensa del poder que administran y que la "verdad" se construye relativamente al discurso enemigo. Si el enemigo habla a favor del filete de buey, nosotros nos haremos furibundos vegetarianos. Y si, aunque sea contradictorio, aboga por los derechos de los animales, nosotros seremos humanistas a rajatabla.
Y no es cinismo, como en tiempos de Maura, sino auténtico y fundado relativismo. Por decirlo de un modo educado, es un cinismo con estudios de secundaria. Confiemos en que no provoque muchas víctimas. Sobre todo entre sus propios partidarios.
Félix de Azúa es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.