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Reportaje:MÚSICA

El señor de las voces

ES TAN OBVIO que repetirlo puede resultar ingenuo, superfluo o monótono: la ópera italiana es sinónimo de canto y, por tanto, de voces. Y tiene un espacio temporal determinado: el siglo XIX. Una centuria iniciada con los últimos espasmos del Barroco, representados por la efervescencia rossiniana, el canto puro sin contaminaciones, que retomaron Bellini y Donizetti, impregnándolo ahora de las más genuinas esencias románticas. Entonces llegó Verdi y aportó una nueva sensación de contenido, de fuerza, de realidad, abriendo la puerta a sus sucesores, la Nueva Escuela Italiana, con Puccini en cabeza, que por algo inventaron eso que denominaron Verismo. El arma verdiana más poderosa para conseguir sus propósitos, como la de todos sus colegas peninsulares, fue siempre la voz humana en todas sus manifestaciones, enriquecida por el compositor hasta límites insospechados, agotando así todas las posibilidades. Nunca violentando al instrumento más allá de su configuración natural, ni presionando los órganos canoros caprichosa o malévolamente: si un intérprete tiene bien resuelta su propia voz y si cuenta con la técnica adecuada (autodidacta, que las hay, o aprendida), puede cantar Verdi sin dificultades, sólo las derivadas del caso concreto porque el músico es exigente y reclama compenetración y generosidad. Y, a cambio, ofrece provecho y victoria.

La galería de personajes que pueblan la obra verdiana es extraordinaria. Y Verdi cada psicología la define a través de la voz, en color, densidad y extensión. Así para un personaje, sin ser claramente negativo pero sí extravagante incluso por el color de su piel, Ulrica de Un ballo in maschera, Verdi la incluyó dentro de una tesitura de mezzo con un registro bajo de contralto, la voz más grave de todas las femeninas. Al contrario, para pintar la juvenil pureza de Gilda, características esenciales del personaje para el desarrollo de Rigoletto, fue configurada dentro de los márgenes de una soprano aguda y ligera. Con un matiz inteligentísimo: tras ser violada por el Duque de Mantua en el acto II, su personalidad cambia, madura a pesar suyo, y en el III Gilda es ahora una soprano lírica con tintes dramáticos. Así lo entendió el gran Toscanini que de Verdi sabía lo suyo (además habían nacido en la misma región y se llegaron a conocer personalmente), eligiendo para dicho acto de Rigoletto a una spinto por antonomasia de la categoría de Zinka Milanov, posiblemente la última voz auténticamente verdiana que haya existido.

Por parte masculina ocurre lo mismo. Si para Verdi una voz grave, la del bajo, es sinónimo de madurez y de autoridad, la contraria o aguda representa la juventud con todas sus ilusiones, impulsos y anhelos, la del tenor. Una de las tesituras escrita por Verdi para un bajo, aparte de la de Zaccaria de Nabucco, en la que ha de descender a las notas inferiores más extremas de la partitura, es la detentada por el Gran Inquisidor en Don Carlo. Porque así añade a su intrínseca autoridad sagrada un sombrío elemento negativo de caracterización. Verdi, como se sabe, era poco dado a simpatías religiosas y menos a las autoritarias y fanáticas.

Verdi, se repite, llevó a las sopranos a sus máximas posibilidades y ahí están los ejemplos de Abigaille en Nabucco, Odabella en Attila o la pérfida Lady Macbeth, personajes vocalmente hablando de casi imposible satisfacción. Sin olvidar a Violetta Valéry, uno de los papeles de soprano más codiciados por quienes detentan esta categoría vocal, auténtica reválida para demostrar posibilidades y valías. Por el otro lado, concibió una retahíla de tenores de descomunal beneficio para la más aguda cuerda masculina, con extremos irreconciliables: el tan rossiniano Edoardo de Un giorno di regno o su álter ego Fenton de Falstaff por un lado, a Otello por el otro; en medio, el Duque de Mantua, Riccardo, Manrico, Ernani, Stiffelio o Radamès, claros objetos de deseos tenoriles. En territorio mezzosopranil qué más opuesto a la desvergonzada y sensual Preziosilla de La forza del destino que la tenebrosa Azucena de Il trovatore o la apasionada y apasionante Éboli de Don Carlo.

Pero donde el genio verdiano dio muestras de su mayor fantasía fue con la cuerda de barítono. A través de ella construyó una serie de figuras paternales -las maternales no existen: Amelia es madre de soslayo y Azucena no es en realidad la madre de Manrico- de incalculable perfil humano: Rigoletto, Boccanegra, Giorgio Germont, Miller, Amonasro, Monforte, el Dux Foscari. Nunca hasta Verdi una voz de barítono pudo expresar tanto potencial instrumental y expresivo.

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