La espera mereció la pena
Finalmente, el libro pudo cerrarse. Desde hace 14 años permanecía abierto de par en par, a la espera de que se diesen las circunstancias ideales para que Nacho Solozábal recibiese su merecido reconocimiento. Salvo para los propios protagonistas, que conocen todas las claves de esta historia, era un vacío de difícil comprensión. Y más cuando en el Palau colgaban desde hace tiempo las camisetas de dos compañeros suyos, Epi y Jiménez. Sin entrar en comparaciones, su observación llevaba siempre a la misma pregunta: ¿Cuándo le toca a Nacho? Era tan evidente la deuda que la movilización fue total. De la mano y el corazón que han puesto mucha gente y que ha estado encabezada por dos de sus compañeros más queridos, Manolo Flores desde el club y Perico Ansa desde fuera, la adhesión ha sido total. También por parte de la afición, sus compañeros y los que fuimos a la vez rivales durante diez meses al año y colegas en la selección española.
Pero es que la admiración no entiende de colores, y menos cuando estamos hablando de un personaje tan singular. Uno de esos líderes silenciosos que acaban moviendo todo el cotarro sin un aspaviento de más, usando más la inteligencia que los gritos y convenciendo a sus compañeros y entrenadores de que estaban en buenas manos y mejor cabeza. Era el titiritero que movía con maestría talentos como los de Epi, Sibilio, Norris, Jiménez o De la Cruz. Una imagen clásica era verle acercarse a alguno de sus compañeros y susurrarle alguna recomendación. Hasta su forma de protestar a los árbitros era tan educada como astuta.
Esta particular forma de ser, unida a su condición de jugador azulgrana desde siempre, le fue convirtiendo en el más querido por su afición. Los culés comprendían la grandeza de Epi, mantenían una relación de amor-desamor con Sibilio, alucinaban con la fortaleza y el compromiso de Norris, disfrutaban con la calidad de Jiménez y les gustaba el ardor guerrero de De la Cruz, sobre todo viendo que en Madrid era persona non grata. Pero lo de Nacho era otra cosa. Ahora que se habla tanto de la identificación, Solozábal es un gran ejemplo de una perfecta conexión jugador-grada. En lo profesional y, sobre todo, en lo emocional. Por eso, la salida del club de toda su vida fue sorprendente. Pese a tener motivos sobrados para la queja, nunca en estos 14 años se le oyó critica alguna. Se dedicó a su escuela de baloncesto y si algo tenía que llegar pues... ya llegaría. Muy de su carácter.
Los actos obedecieron a la personalidad de Solozábal. Nunca fue amigo de los fuegos artificiales, los grandes discursos o las emociones extremas. Sencillez y sentimiento en los actos eran los dos objetivos y se cumplieron. Allí estaba un montón de gente arropándole, los clásicos y algunos que parecían salir del túnel del tiempo. Abrazos, besos, puñales lanzados alrededor de huelgas capilares, kilos de más o vista de menos, y la pregunta clásica: "¿Y ahora qué haces?" Encuentros entrañables, como el de Mike Davis con Matraco Margall y un servidor, ambos víctimas en su momento de un entrañable personaje con tendencia al cortocircuito. Ahora tiene un chiringuito en México y nos invitaba a todos a visitarle. Ver para creer.
El acto oficial fue breve y contenido hasta que salieron a la pista su mujer y sus dos hijas y por primera vez al hombre sensato y reflexivo se le hizo un nudo la garganta y se le enrojecieron los ojos.
Con el Palau rendido a uno de sus mitos, Solozábal recogió por fin, con catorce años de retraso, todo el cariño de su gente. Pocas veces ha sido tan unánime como merecido. Mis respetos, Iñaki.
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