El chico de la moto
Es imposible no reconocerlo. Todos lo hemos visto alguna vez: la camisa abierta, los tejanos muy gastados, la mirada un poco desvalida, de niño. Podemos imaginarlo como cualquiera de aquellos chavales que nos llevaban a dar una vuelta en moto al salir de clase. Pero Salvador Puig Antich además era anarquista. Si observamos la foto con atención, hay algo que revela esa vena indómita, la forma de apretar el cigarrillo con los dientes, cierto aire pendenciero o la manera de agarrarse al manillar de la moto como quien sujeta un caballo por la brida como Robin Hood. El detalle no es casual. Hay algo profundamente robinhoodiano en su historia. Aunque lo de robar a los ricos para dárselo a los pobres también formaba parte de una tradición muy arraigada en el bandolerismo español. El chico atracaba bancos con el fin de entregar el botín a las cajas de resistencia de la lucha obrera, sin preocuparle el detalle de que aquellas alturas de 1974, ningún sindicato estaba dispuesto a aceptar semejante forma de financiación. Dentro de la lucha antifranquista era un tipo contracorriente, un outsider, como el personaje de Los cuatrocientos golpes, de Truffaut. Adoraba la nouvelle vague, veía las mismas películas que nosotros veíamos, leía los mismos libros, y también como nosotros, podía enamorarse hasta el tuétano escuchando a Leonard Cohen, en una habitación llena de velas, que apestaba a pachuli.
Su biografía podía ser la de cualquier chaval de veintipocos años en aquel tiempo de batallas campales. Seguramente lo hubiera sido de no ser por el chivatazo que desencadenó el azar un día de septiembre en un portal de la calle Girona. En el forcejeo se produjo un confuso intercambio de disparos y murió un policía. Un policía que, como recordaba hace unos días Marcos Ordóñez en un magnífico artículo, también tenía nombre. Se llamaba Francisco Anguas Barragán. Contaba la misma edad que Salvador, y, como al azar le gustan las coincidencias, también le fascinaba Truffaut. Sabio o ciego, el destino entrelaza sus existencias. Ya lo decía Heráclito: el tiempo es un niño que juega a los dados. Es el reino de un niño que juega.
Puede que Francisco Anguas fuera ese chaval que dice Ordóñez, un policía atípico que aún no había tenido tiempo de malearse y puede, como aseguran otros, que fuese tan despiadado como cualquiera de sus compañeros de la Brigada Político Social.
De lo que no hay ninguna duda es de que murió en el acto. Pero Salvador Puig Antich fue ejecutado a garrote vil, una estaca rematada en un gollete de acero, con un torno de manivela especialmente diseñado para triturar el bulbo raquídeo. Tardó más de treinta minutos en agonizar. Lo suyo fue un crimen de Estado, cometido, hay que decirlo, sin que la izquierda hiciera mucho por evitarlo. Al fin y al cabo, era "un perro sin collar", es decir, sin partido.
Al salir de ver la película de Huerga, lo primero que se piensa es en el mar. Ese mar de la escena final de Los cuatrocientos golpes, que cuenta la hermana de Puig Antich antes de la ejecución. En la orilla están Salvador y Francisco Anguas, dos perdedores fascinados por Truffaut, dos loubards, como Antoine Doinel, con el mismo aire de desamparo en los ojos. Dos jóvenes que en cualquier otro lugar del mundo tal vez hubieran podido ser amigos. Y es entonces cuando una comprende de verdad la naturaleza retorcidamente perversa de aquel encanallado, miserable y jodido país.
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