Caramelos de momia en Guanajuato
EN UN ESCENARIO de complicada orografía se acomoda la misteriosa y colorista Guanajuato, situada a cuatro horas en autobús de Ciudad de México. Fue uno de los primeros enclaves mineros de la América colonial, lo que se percibe en la riqueza y elegancia de los edificios de su centro histórico, declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1988. A miles de kilómetros de Alcalá de Henares, Cervantes, que no vivió para verlo, tiene allí una segunda casa y hasta un museo. Aunque el legado español es evidente, Guanajuato (lugar de las ranas, en lengua indígena) no ha olvidado su pasado prehispánico.
Lo que más me sorprendió fue el culto que los guanajuatenses profesan a la muerte. El Museo de las Momias es un lugar de peregrinación de todo buen mexicano o mexicana y orgullo de los locales. Al acceder pensé que vería una exposición de cuerpos fallecidos cientos de años atrás. Sin embargo, algunas de las momias no tienen más de un año de vida. En Europa estamos acostumbrados a ver momias de la antigüedad, que percibimos como testimonios de la historia, pero conmueve ver el cuerpo seco de un contemporáneo nuestro a menos de un metro, que quizá llegó a bailar la última canción del verano.
Explicó el guía del museo que el clima seco de Guanajuato propicia la momificación de algunos de los cuerpos. El cementerio de la ciudad es de reducidas dimensiones y hay que exhumar algunos para dar cabida a los recién llegados. Sólo los que se conservan en buenas condiciones y no son reclamados por ningún familiar se exhiben en el museo.
Sabía que los mexicanos conviven con la muerte de un modo mucho más natural e incluso festivo que los españoles, pero mi sorpresa fue grande cuando el guía comentó que hace un tiempo las momias se exhibían sin protección, hasta que, finalmente, tuvieron que instalar vitrinas para evitar que los visitantes las tocaran o se llevaran pedacitos de las mismas como recuerdo.
Nuestra sociedad venera la juventud, hace lo imposible para camuflar la vejez e ignora la muerte. Quizá tendríamos que aprender a frivolizarla un poco más y a verla con más naturalidad como hacen algunos visitantes mexicanos del museo que, al salir, se compran el tradicional caramelo de momia. Lástima que mi estómago estuviera algo revuelto en aquel momento.
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