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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Monumento de amor

Andrés Trapiello

Son los diarios de Zenobia (Malgrat de Maren, Barcelona, 1887San Juan de Puerto Rico, 1956) que ahora se completan con este tercero y último volumen inédito, acaso el más triste y conmovedor de los tres, uno de los testimonios más abrumadores de la literatura española, transcritos y ordenados de modo ejemplar por Graciela Palau de Nemes, testigo de excepción de muchos de los hechos aquí narrados. En parte, claro, están estos diarios referidos a Juan Ramón Jiménez, pero son fundamentalmente los de Z., con su visión de las cosas y de los acontecimientos, y no deberían leerse sino acompañándolos de la lectura de los poemas, aforismos y prosas que el propio J. R. escribía o corregía por entonces. Sólo así se evitará caer en la tentación de juzgarlos demasiado a la ligera. Entre otras razones porque estamos ante una obra donde no cabe mayor seriedad: han sido dictados por la consciencia y por la paciencia, es decir, por un pensar y un padecer únicos y muy hondos.

DIARIO 3 Puerto Rico (1951-1956)

Zenobia Camprubí

Edición de Graciela Palau

Alianza. Madrid, 2006

418 páginas. 22 euros

Más información
Su hijo único, Juan Ramón Jiménez

Contra los estereotipos inte

resados que se fraguaron ya entonces y después, Zenobia fue una mujer emancipada, inteligente, culta y de un refinamiento insólito en este país en el que las mujeres de la burguesía solían llevar una existencia sumisa y moralmente narcotizada al antojo de unos varones que a menudo tampoco valían gran cosa. Habría podido vivir sola de sus pequeñas rentas, jamás renunció a su "habitación propia" y si lo hubiese buscado, hubiera eludido el calvario que en estos libros nos describe, y todos le habrían dado la razón. Sólo que se enamoró hasta el tuétano de ese hombre, descubrió su valía como poeta y su superioridad no sólo respecto de ella sino de la inmensa mayoría de sus contemporáneos y comprendió que su propia cristalización como mujer y como persona pasaba por hacer posible en la medida de sus fuerzas una obra que implicaba un modo de vida radicalmente diferente al de todo el mundo, antes de revertir a todo el mundo. Y es opinión compartida por muchos que sin la inteligencia y el arte de Zenobia la obra de su marido no hubiera podido llevarse a cabo, al menos tal como la conocemos. Claro que el hombre del que estuvo enamorada tan extremosamente hasta su muerte, también y no en menor medida lo estuvo de ella hasta la suya propia, pero eso no significaba nada, porque ¿dónde está escrito que el amor, incluso el correspondido, garantice la felicidad?

De ese desajuste tratan estos libros. Y llegados a este punto es necesario preguntarnos por qué, para quién y para qué y cómo están escritos. Empecemos por el final: están escritos sin la menor afectación, que es la suprema virtud de un diario. Diríamos que se beben, más que se leen, como la vida que circula por ellos. Quizá empieza a escribirlos, como tantos otros, por una insatisfacción, quizá para crearse un ámbito hospitalario de reconocimiento, algo así como una sala donde restaurar un yo que las circunstancias históricas (el exilio) o personales (un marido cada día más "difícil", enfermo y neurasténico) se empeñan en hacer añicos como vasija de barro. No, desde luego, para dar pábulo con chismorreos domésticos e íntimos a los numerosos y entonces poderosísimos y activos enemigos del poeta, aunque sepa que la celebridad de éste acabará un día poniendo sus diarios en manos incluso de los que le hostilizan con chanzas y calumnias. Zenobia los escribe, también en eso como la mayoría de los que llevan un diario, para sí misma, para todos y para ninguno, pues necesita decirse, como Nietzsche, en los cada vez más frecuentes momentos de desaliento, que pese a las adversidades "jamás levantará un falso testimonio contra la vida", o sea, contra el amor, contra JRJ o contra sí misma.

Este tercer tomo es el de las enfermedades del poeta y de ella misma, y con ese agravamiento, el de la frágil convivencia entre ambos y de ellos, a su vez, con el mundo. Los dos, ya ancianos, se están muriendo, y los dos lo saben.

Hagámonos una idea de la si-

tuación: llega el matrimonio de exiliados en 1951 a Puerto Rico, última escala de su peregrinaje, después de haber estado dando tumbos por Cuba, Estados Unidos, Argentina... No les queda mucho tiempo juntos (Zenobia moriría en 1956; JRJ, en 1958). Encuentran allí comprensión, apoyo y, muy importante, trabajo, para sus precarias economías: un puesto de profesores. En la Universidad de Puerto Rico se abrirá además la sala Zenobia-JRJ, y a ella destinarán ambos un legado insoslayable de libros, cuadros, manuscritos y cartas para corresponder a tanta hospitalidad.

"La Isla de la simpatía", la llamará el poeta, pero ello no quita para que Z. escriba en este tomo: "La soledad de P. R. no recuerdo haberla pasado en ningún momento de nuestra vida en ninguna parte. La noticia de la enfermedad de J. R. y de que casi siempre le molesta la gente, me sume a mí en un aislamiento que me deprime".

Pero ¿en qué consistía la enfermedad "del pobre J. R."? Z. nos lo dice: "En crear conflictos sin otro objeto ulterior"; y describe los síntomas: "Egoísmo indignante", "infantil", "monstruoso", "gritos espeluznantes", "la negativa perpetua", "letanías lamentables", "demasiado ocupado siempre o dormido, y cuando no, en un monólogo interminable que no admite preguntas", y, claro, las manías que "han espantado a todo el mundo" y que tienen martirizada a su mujer, que no logra que el hombre que siempre se presentaba en público esmeradamente vestido, ni siquiera se interese por su aseo. Quizá sea de entonces aquel aforismo que nos parecía gracioso y que sólo ahora, tras leer a Z., alcanzamos a comprender con angustia: "A todo se llega. He aprendido a ser sucio, y me parece bien".

Pero al mismo tiempo, si el día amanece despejado, J. R. J. reconoce que todo ello no es sino efecto de su enfermedad (y sí, todos están de acuerdo en que tales desarreglos en su serotonina los hubiera remediado hoy una discreta dieta de prozac), y pide perdón de mil maneras a su mujer. Y esas protestas de amor le dan la vida a Z., hasta hacerla llorar de gratitud, como cuando en un momento bueno el poeta le canturrea una copla, o, cuando J. R. le hace las curas, "cada vez mejor", en las quemaduras ocasionadas por la radioterapia, o le llena su cuarto de flores, después de que él, víctima de su olfatopatía, hubiera destruido y estrujado las que Z. compraba, o ayuda a levantar la mesa (cuando unas semanas antes ha roto un plato en un ataque de furia), o se deja, mansamente, pelar por el barbero, o le acompaña hasta la universidad, donde ella trabaja como quien dice hasta la víspera de su muerte en la ordenación, corrección y difusión de la obra del poeta con un brío en verdad titánico.

Retrato de Zenobia Camprubí.
Retrato de Zenobia Camprubí.CENTRO DE ESTUDIOS JUANRAMONIANOS

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