'Romeo y Julieta' en la pizzería
El verano pasado vi en plena calle la escena del balcón de Romeo y Julieta. Un chaval apoyó un tubo larguísimo contra la fachada de una residencia de menores y trepó por él hasta la cornisa del segundo piso. Julieta le esperaba en el alféizar. En cuanto la alcanzó, la metió mano. Desde la acera, Benvolio y Mercuccio saludaron su encuentro arrojándoles una lluvia de piedras. La pareja se refugió en la habitación de Julieta, entre el revuelo de sus compañeras, y, cuando los amigos del chico se animaron a subir, alguien hizo que saliera de estampida: en tres volatines ganó la acera. En la terraza del bar de enfrente, los parroquianos estuvimos en un tris de aplaudir: la escena era pura urgencia, sin asomo de romanticismo. Sus protagonistas querían estar juntos, nada más y nada menos. Shakespeare tomó prestada la historia de Romeo y Julieta de un libro de Matteo Bandello, quien la fusiló de Luigi da Porto, que a su vez se había basado en una novela de Masuccio Salernitano inspirada en hechos reales. Quizá sea la obra más refundida en la historia de la escena. Thomas Otway la situó en la Roma clásica; Leonard Bernstein, en los suburbios neoyorquinos; el coreógrafo Bertrand D'At, en la Revolución rusa
A propósito del montaje de Galileo, de Bertolt Brecht, en el National Theatre de Londres
... El director lituano Oskaras Korsunovas la sitúa en los años cincuenta, en una cocina comunal, donde dos familias veronesas rivalizan en la elaboración de la mejor masa para pizzas. A la izquierda del escenario está el mostrador de los Capuleto; a la derecha, el de los Montesco, armados todos con peroles, cucharones, cuchillos, cazos y espumaderas, dispuestos a demostrar, caiga quien caiga, que su pizza es más grande que la ajena.
Romeo y Julieta, primer montaje de Korsunovas que se representa en Madrid (del 12 al 15 de octubre en el Teatro de La Abadía), arranca con una secuencia coreográfica donde los dos grupos se increpan, se encaran, enarbolan desafiantes la masa recién hecha y se lanzan nubes de harina. La trifulca estalla cómicamente al ritmo trepidante de la música napolitana. Korsunovas coloca a los héroes de Shakespeare ante al espejo de Filomena Maturano: Julieta es una muchachita pelirroja; Romeo, la antítesis del galán; fray Lorenzo, un clon del frate Ciccilio de Uccellacci e uccellini, y Paris, un payaso que pierde el delantal como Cantinflas los pantalones. Teobaldo y Mercuccio se enredan en un combate danzado, sacan los cuchillos y se zambullen tras el mostrador, uno en pos del otro. Mercuccio emerge con la cara enharinada: es un Pierrot malherido. El director lituano hace de la harina metáfora de la muerte. En su montaje hay otros dos símbolos importantes: la masa fresca es el germen de la disputa, la madre de todas las envidias, y el caldero giratorio sobre el que Romeo y Julieta descubren el amor, al que vuelven para morir, embadurnados de harina (polvo son, pero polvo enharinado), es el motor de la vida, la llama que lleva implícito el incendio.
Este lenguaje escénico vi-
sual, cuajado de metáforas, surgió en los últimos años de la era soviética, cuando el público lituano veía en el teatro un acto político antirrégimen y los directores se las ingeniaban para golear a la censura. Tras la caída del telón de acero, una tríada de directores de ese país ha triunfado en grandes festivales internacionales: Rimas Tuminas, Eimuntas Nekrosius y Korsunovas. Los tres han llegado a Madrid a través del Festival de Otoño, que el año pasado ofreció una sobredosis de Nekrosius: su trilogía shakespeariana, de larguísimo metraje. Me gustó mucho más su Hamlet en el Teatre Nacional de Catalunya que en el María Guerrero, donde duraba una hora menos (el mismo montaje con idénticos actores). ¿Por qué? Porque el escenario madrileño se le quedó chico: los intérpretes lo atravesaban en tres zancadas y resolvían las coreografías en un palmo.
A pesar de su juventud, Oskaras Korsunovas (Vilnius, 1969) ha sido invitado a dirigir en los festivales de Salzburgo y Aviñón, en el Dramaten de Estocolmo, en Oslo, Varsovia y Moscú. En 2002 ganó el Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales. Su compañía tiene 15 actores fijos. Es lo habitual en Europa del Este. Este año vienen al Festival de Otoño otra media docena de troupes estables: Volksbûhne, Teatr Nowy, la Comédie-Française, Atelier Piotr Fomenko, Stary y Tanztheater Wuppertal. Vale la pena verlas.
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