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Columna
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Globalización cañí

Puedo ayudarles a resolver una de las preguntas más inquietantes de la modernidad española. Porque la modernidad, cuando se enreda en las arañas del tiempo y de los recuerdos, deja a su paso enigmas melancólicos. Las lágrimas son agua, y van al mar. Pero, como se preguntó Bécquer, adónde va el amor cuando se acaba. La historia, que con tanta frecuencia es una mala compañía navajera, se comporta a veces igual que una vieja dama, y abre con elegante descuido su abanico de interrogaciones sobre la suerte escondida de las cosas. Desaparece un sentimiento o una costumbre, nos acomodamos al olvido, y al cabo de los años nos sorprende el reencuentro en cualquier esquina. La respuesta a un enigma, por ejemplo, puede producirse en Estocolmo. La verdad es que los suecos y la suecas tienen la certeza física de las afirmaciones. Los cuerpos blancos, altos, rubios, flexibles, parecen entenderse con la vida, y contagian un aire carnal de seguridad cuando pasan por la calle o se levantan de la mesa en un restaurante. Gusta mirar a la gente en las ciudades suecas. La Kungsportsavenyen de Gotemburgo tiene unos escaparates muy familiares, muy acogedores, muy alegres. Uno se siente como en su casa en medio de tanto rubio y tanta rubia, dueños inocentes de esa alegría que dan las perfecciones naturales. Carlos Barral escribió un poema memorable para contarnos la conmoción que provocó una pareja de jóvenes nórdicos al irrumpir en un pueblo español de posguerra, un día de procesión, mientras la libertad y la hermosura del mundo cortaban las filas de la tristeza católica, humillada a la infinita mansedumbre de las canciones parroquiales, con sus velas consumidas y sus mujeres con velo. ¡Qué oscura gente y qué encogidos vamos!, exclamó Carlos Barral, preguntándose adónde se iría tanta oscuridad el día en el que acabase la dictadura. No lo sé, pero el tiempo ha corrido, y la admiración por la belleza sueca no brota ya de ningún complejo español de inferioridad.

Cumplidas las tareas en la Feria del Libro de Gotemburgo, quise escribir un mensaje de felicidad en la postal bellísima de Estocolmo, azul de canales y altiva de palacios. Después de acatar la travesía del barquito turístico y de agotar la tarde en el callejero nobelesco de la ciudad, entré a reponer fuerzas en un restaurante italiano del barrio viejo. Estaba entretenido con una camarera rubia, igual que la cerveza, y con una carne tierna, igual que mi mirada, cuando se abrió la puerta y entró cantando la tuna. ¡Clavelitos de mi corazón! ¡Qué viva España¡ ¡España siempre ha sido y seraaá, la dueña del peñón de Gibraltaaar! Les puedo informar de que la tuna se ha refugiado en el barrio viejo de Estocolmo, con mayor suerte que las lágrimas y los suspiros de Bécquer, que sabe Dios dónde estarán. Un chaval simpatiquísimo, dejando reposar por un minuto la pandereta, se acercó a la mesa y me ofreció un CD de la tuna de Arquitectura Técnica de la Universidad de Granada. ¿Pero, hombre, sois de Granada? No, qué va, somos de Jaén. Se nos han acabado nuestros discos, y le hemos pedido prestados unos cuantos a nuestros compañeros. No dudé en comprarme uno, y en celebrar el éxito que los tunos andaluces cosechan en los restaurantes italianos de Estocolmo. Mientras se retiraban al ritmo alcohólico de Granada, tierra soñada por mí, un camarero argentino se acercó al tuno de la pandereta: Ché, el rubio de la mesa del fondo ha sacado unos pesos de la billetera... La solidaridad latina rodaba por la noche del otoño sueco. Mi corazón aplaudió, agitado en revolera como una capa bordada de cintas de colores, feliz de bandurrias y de guitarras. La camarera los acompañó a la puerta, preguntándose por el futuro con acento extranjero: ¿cuándo venís mañana, a las 7 o a las 9? Y, con una sonrisa blanca y confiada, quiso dar una alegría a los tunos: a las 9 tenemos un grupo de españoles. El tuno de la pandereta recogió la sonrisa, la rebotó hacia mí, y contestó: no, mejor venimos a las 7. Allí nadie estaba encogido.

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