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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La espiral del fraude

La dimisión del director general de Urbanismo de la Comunidad de Madrid, Enrique Porto, vuelve a llamar la atención con inusitada fuerza sobre los escándalos urbanísticos y, lo que es más importante, sobre la incapacidad de las administraciones públicas para controlar las sombras de corrupción que infectan los ayuntamientos y comunidades autónomas. Los hechos que han provocado la dimisión de Porto están claros: el director de Urbanismo y sus socios vendieron terrenos en Villanueva de la Cañada con plusvalías de más de cuatro millones de euros, que fueron recalificados en 1999 por un plan que elaboró el propio Porto y cuyas deficiencias, señaladas por el anterior Gobierno regional, fueron subsanadas por él mismo, ya como director general de Urbanismo. Con la presunción de inocencia debida, es evidente que Porto no tenía otro camino por delante que la dimisión. No está tan claro si su caso, que parece moneda corriente en otras comunidades autónomas y en muchos ayuntamientos -véase el caso de Marbella, de innumerables consistorios en la costa mediterránea o el más reciente de Catral, en Alicante, donde el alcalde socialista permitió la construcción sin licencia de 1.200 viviendas-, servirá para que se corrijan las causas de la contaminación de las instituciones públicas por la especulación constructora e inmobiliaria. Lo más probable es que no.

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Algunas causas de la catástrofe urbanística que se abate sobre España están diagnosticadas con precisión. Por una parte, se da la circunstancia de que los ayuntamientos, endeudados y sin el debido flujo de ingresos fiscales propios, tienen en el suelo su principal y tentadoramente abundante fuente de financiación. Por otra, la figura de los interventores de la Administración local, que debería ser decisiva para coartar la tentación del enriquecimiento individual, se ha depreciado durante los últimos años debido sobre todo a una dependencia orgánica -cuelgan política y económicamente de los organigramas de los ayuntamientos- que limita radicalmente su capacidad de actuación y de denuncia pública. En el caso del ya ex director de Urbanismo de Madrid se une la desdichada circunstancia de que haya sido el funcionario de una comunidad autónoma, llamado a vigilar y corregir las irregularidades de los ayuntamientos, quien se destapa como coordinador general de una trama dedicada a recalificar terrenos en beneficio propio. Si a eso se dedica el vigilante, ¿qué no se permitirán los vigilados? Y, sobre todo, ¿a qué se dedicaba el Gobierno de Esperanza Aguirre, tan interesada en tantas polémicas ajenas a la Comunidad de Madrid, mientras su jefe de Urbanismo ordenaba el territorio de la manera más conveniente para su bolsillo?

Debería ser relativamente fácil adoptar las medidas legales oportunas para atajar las causas de la corrupción. Pero no parece que los beneficiados por esta colosal máquina de recalificaciones, plusvalías, comisiones y riqueza personal estén interesados en ordenar unas reglas de juego que desincentiven la gigantesca espiral de fraude. Es notorio, además, el cinismo que rodea estos asuntos. La presidenta madrileña respondió a las preguntas de los periodistas sobre el caso con un exculpatorio "pregúntenle a Porto". Una evasiva que revela sus deseos de que no le salpique el escándalo, y quizá su disgusto personal; pero también una deplorable maniobra de distracción, porque Porto era un cargo de responsabilidad política con un perfil bien definido.

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