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Columna
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Vergüenza

Muertos de miedo, pero no de vergüenza al parecer. Y, sin embargo, lo que uno siente en tiempos como los que nos ha tocado padecer (y también disfrutar, por qué no, a los afortunados que vivimos a este lado del hambre y del fuego) es vergüenza a menudo. La realidad sonroja más que asusta. Esa valla de 1.100 kilómetros que pretenden levantar entre México y EE.UU. no produce otra cosa, a priori, más que una gran vergüenza. El tiempo de los muros y las vallas, que creímos prescrito, regresa con pujanza. Ponga un muro en su vida, levante una frontera, delimite, separe, divida, reste, acote.

Ese parece el lema no sólo de George W. Bush. Porque no sólo Bush tiene miedo, aunque él lo venda y lo comercialice y el Senado de su país se disponga a aprobar la ley de procesamiento de sospechosos de terrorismo, siguiendo los pasos dados en la Cámara de Representantes, con la anuencia de muchos demócratas medrosos. Ser acusado de debilidad frente al terrorismo es algo a lo que muy pocos políticos desean exponerse. La vergüenza se puede arrostrar y hasta perder, pero no el miedo. Lo cual nos introduce en la sospecha de que la vergüenza es un sentir más noble que el temor. En virtud de la ley mencionada, los detenidos tendrán asistencia legal, pero ni por asomo habeas corpus. Se prohíbe la tortura de una forma teórica (pero todos sabemos que la tortura es práctica, práctica, práctica), aunque se deja a la discreción del presidente el uso de otras técnicas en los interrogatorios. De manera que, en última instancia, todo va a depender de lo que Bush entienda por tortura bajo el epígrafe de "otras técnicas de interrogatorio". Todo esto, se supone, resulta imprescindible para luchar contra el terrorismo a raíz del 11-S. Atrás quedaron las viejas garantías conquistadas. Queda el temor.

Pablo Gutiérrez Vega, profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla, dice que no llegó a sentir temor, pero sí se sintió avergonzado y humillado cuando hace un mes los pasajeros del avión en el que se disponía a viajar le obligaron a bajarse del aparato imaginando que era un terrorista. Todo por llevar barba. Todo por presentar teóricamente (de nuevo la teoría del temor) el aspecto de un terrorista islámico. Tres pasajeros corpulentos le conminaron a bajarse del avión antes de despegar de Palma de Mallorca. Por las buenas, es decir, por las bravas y sin que el comandante de la nave frenase el atropello en un primer momento. Por tener una pinta sospechosa tendría que viajar sin su equipaje. La verdad es que da vergüenza y miedo la posibilidad (real) de vernos sometidos a toda clase de imaginaciones, sospechas y prejuicios. "Sentí vergüenza ajena", confesaba Pablo Gutiérrez Vega, a quien nadie pidió disculpas después del incidente. Ni la compañía aérea ni los pasajeros: nadie sintió un amago de vergüenza, qué extraño.

Tampoco los supuestos autores de torturas en Torrevieja manifiestan vergüenza tras conocerse el contenido de sus conversaciones telefónicas, intervenidas por orden judicial. "El detenido está reventado, y en el atestado no aparece nada de resistencia". Lo que tienen, audible e invisible, es miedo a que se sepa lo que no ha de saberse. "¿Le han saludado?". "Estamos esperando a que traigan el parte de lesiones para rehacer las diligencias antes de entregarlas a la Guardia Civil". Dos concejales y trece agentes de la policía local aparecen imputados en este feo asunto que produce vergüenza y da miedo (¿quién vigila a los vigilantes? ¿Qué sucede en algunas policías locales?). El miedo engrasa ciertos engranajes. La codicia y la falta de vergüenza activa otros. En la Oficina de Extranjeros de Huelva se acusa a un funcionario y un policía de facilitar documentación falsa a inmigrantes a cambio de cantidades que podían alcanzar los 600 euros o favores sexuales en el caso de las mujeres. Más vergüenza: en Euskadi, trece mujeres viven con escolta por culpa de la violencia de sus ex parejas. Los maltratadores y sus entornos familiares, sociales, laborales, deberían morirse de vergüenza, pero aquí, como siempre, el que sale victorioso es el miedo.

Sentir vergüenza es bueno, aunque no deberíamos sentirla por exigir el mantenimiento de todos los derechos conquistados. Asumir la excepción y la arbitrariedad podría ser suicida. ¿Qué podemos ganar o conservar? Lo perderíamos todo, incluso la vergüenza, nuestro último e íntimo baluarte.

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