Una flamenca serena
El nombre que la cantaora había elegido para su espectáculo cobró forma sobre el escenario en el último cuadro. Nunca vióse dama de guitarras tan bien servida. Las mismas cuerdas que la habían escoltado en un recital de canto y de cante tan largo en su duración como ancho en sus registros. Con un amplio abanico de los estilos del fandango onubense, arreglados espléndidamente para cuatro guitarras por Rodríguez, Esperanza Fernández culminaba un recital en el que había dado cobijo a gran parte de las vertientes que han ilustrado su carrera. La interpretación de la música culta y de toda la cultura de la tradición flamenca en una misma persona. Pocas voces como la suya para abordar esa diversidad y teñirla de similar elegancia.
Cuatro guitarras y una voz
Voz: Esperanza Fernández. Guitarras: María Esther Guzmán, Paco Fernández, Miguel Ángel Cortés, José Antonio Rodríguez. Percusión: Tete Peña. Palmas: Miguel Vargas, José Manuel Ramos. Teatro Lope de Vega, 30 de septiembre de 2006.
El registro dulce y redondo de la trianera transmite serenidad por su gusto y equilibrio, por su forma de exponer un arte que se ofrece como fruta madura. Ella no gusta de las estridencias y todo lo somete a una mesura que no le resta intensidad en los momentos en los que el estilo lo requiere. Goza, además, de una capacidad de afinación que la capacita para moverse con igual solvencia con cada una de esas guitarras que la acompañaron. De un lado, la clarísima pulsación de María Esther Guzmán en el repertorio clásico; del otro, la personalidad de tres guitarristas entre los que repartió distintos acentos flamencos.
El espectáculo tuvo la misma ausencia de precipitación que la cantaora emplea para atacar los cantes y un común denominador: dejar hablar a las guitarras y colocar el cante con justeza allá donde estaba destinado a estar. Y cada guitarra fue determinante en ese propósito. Con la Guzmán -un tesoro la limpieza de su sonido y su amplio recorrer por toda la escala cromática-, Esperanza supo moverse con delicadeza en los tonos medios, registros casi de mezzo, y aflamencar la canción allí donde se lo pudo permitir. De la íntima oración inicial (Turina) hasta las siete canciones de Falla que fueron creciendo en intensidad, curiosamente a partir de la jota.
Cuando se adentró en el terreno flamenco, lo hizo en homenaje a Fernanda, con las cantiñas de Pinini, canónicas, y la soleá utrerana en su esplendor. En el acompañamiento, su hermano estuvo tan original -con pronunciados cortes y abundancia de silencios- como poco apropiado para el despliegue cantaor de la trianera, que hizo gala de su gitanería cantando y bailándose las bulerías. Con el florido toque de Cortés, la cantaora sí que se rebuscó en los adentros de la taranta y de una seguiriya que remató casi en cabal. Con Rodríguez, por fin, levantó la voz y pareció sentirse plena en unos luminosos fandangos de Lucena. Con los de Huelva transmitiría iguales sensaciones. La cantaora alcanzó en la recta final la intensidad que en otros momentos del recital se pudo echar en falta. Era, quizás, el riesgo de tanto repartirse, aunque Esperanza es mucha cantaora y satisface en todas sus versiones.
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