Anatemas cristianos e investigaciones biomédicas
D e la lectura de los Evangelios se desprenden unas cuantas conclusiones aparentemente muy claras. Una de ellas es el carácter no secular de la nueva Jerusalén que Cristo había venido a instaurar. El mismo Jesús afirmó que su reino no era de este mundo y, cuando se le intentó tender una trampa sobre un asunto de naturaleza fiscal, dijo aquello de que había que dar a Dios lo que era de Dios y al César lo que era del César.
Esta dedicación exclusiva a lo espiritual, con la consiguiente renuncia a participar en los negocios del siglo, es quizá el rasgo más característico del cristianismo primitivo pero, cuando el emperador Constantino promulgó el edicto de Milán por el que se permitía la actividad pública de los cristianos, sus líderes comenzaron inmediatamente a intervenir en la cosa pública y a ejercer su magisterio sobre todas las actividades de la vida, y de la muerte.
Una de las parcelas de magisterio preferente de la recién legalizada jerarquía eclesiástica fue la práctica y el estudio de la medicina. Ya san Gregorio de Nazianzo, contemporáneo del edicto de Milán, informó a sus fieles de que los dolores corporales están provocados por demonios y que, por lo tanto, los medicamentos resultan inútiles, ya que sólo la imposición de manos consagradas puede, eventualmente, curar.
Un poco después, san Ambrosio lo formuló con mayor claridad aún, al afirmar que los preceptos de la medicina son contrarios a la "ciencia celestial" y al poder de la plegaria.
Algo más de un siglo más tarde, san Gregorio de Tours abogó por desconfiar de la medicina y confiar, en cambio, en la intercesión de los santos, con lo que se inició todo un trafico de reliquias, utilizadas con fines curativos, que ha llegado hasta nuestros días: recuérdese cómo llevaron al lecho de muerte del Generalísimo, el brazo incorrupto de santa Teresa y cómo el arzobispo de Zaragoza le acercó el manto de la Virgen del Pilar a la Unidad de Cuidados Intensivos.
San Bernardo de Claraval, ya superado el primer milenio, advertía a sus monjes de que el buscar alivio a la enfermedad en la medicina, no estaba permitido ni por la religión, ni por la pureza de su orden religiosa.
Bajo esta advertencia del santo fundador, subyacía también, probablemente, el hecho de que los mejores médicos de la época fueran judíos o musulmanes, a quienes se perseguía sañudamente, pero a los que recurrían habitualmente papas, emperadores, reyes y nobles cuando contraían alguna enfermedad, a pesar de que los concilios de Aviñón, Salamanca y otros foros autorizados habían prohibido taxativamente su consulta. El hecho de que estos infieles se atreviesen a practicar operaciones quirúrgicas, llevó al concilio de Le Mans, en 1248, y a otros posteriormente, a prohibir cualquier práctica similar.
A pesar de las acusaciones de brujería, cárceles y castigos que tuvieron que padecer personas como Arnau de Vilanova, Ramón Llull o Roger Bacon, en el siglo XIII, sus esfuerzos contribuyeron a mantener viva la curiosidad científica y, debido quizá a que estos estudiosos pertenecían a la orden franciscana, los dominicos prohibieron que entrasen en sus monasterios los tratados de medicina y que sus frailes participasen en el estudio de esta materia. Sólo el uso de la oración, de reliquias y de objetos bendecidos, podía utilizarse de manera legítima para curar las dolencias, creando así una cultura que ha llegado hasta nuestros días, como lo atestigua el mercado del agua milagrosa de Lourdes o de San Magí en Tarragona.
Ni que decir tiene que el estudio de la anatomía y la disección de cadáveres estuvieron absolutamente perseguidos, hasta el punto de que podían acarrear la muerte en la hoguera. En el siglo XVI, tanto Paracelso como Vesalio se atrevieron a incumplir esta prohibición y, gracias a ellos, la anatomía se desarrolló de manera espectacular. Vesalio, concretamente, consiguió salvar su hermosísima De humani corporis fabrica porque se la dedicó al emperador Carlos V, persona entonces influyente.
Estos dos estudiosos demostraron, mediante la disección anatómica, que ni existía el huesecillo incorruptible a partir del cual se habría de producir la resurrección de los cuerpos, ni los varones tenían una costilla de menos en uno de los costados, de la que habría salido Eva.
El literalismo bíblico sufrió, así, un pequeño contratiempo, pero se acabaría recuperando sin mayores costes porque cuando, ya en el siglo XVIII, Jenner descubrió la vacuna antivariólica, el magisterio de las iglesias cristianas desplegó todo sus recursos para oponerse a la nueva práctica médica, hasta el extremo de que se creó una Anti-vaccination Society y se condenó a Jenner desde todos los púlpitos.
Lo malo para los detractores de esta nueva terapia es que salvaba a millones de personas, pero ni aun así la aceptaban: todavía ¡en 1885! se produjo un brote de viruela de enorme virulencia en Montreal; en los barrios protestantes se vacunó a la población, y el número de muertes fue muy escaso. En los barrios católicos, sus pastores prohibieron la vacunación, predicando que los fieles debían oponerse a ella, incluso con las armas en la mano. La mortandad fue brutal, pero desde los púlpitos se decía a los aterrorizados parroquianos que la causa de aquella mortalidad selectiva era el carnaval que habían celebrado el año anterior, ofendiendo al Señor con el pecado de la carne.
No menor oposición consiguió el descubrimiento de la anestesia, ya en el siglo XIX y, especialmente, su utilización en los partos. Se acusó a su descubridor, James Young Simpson, de incumplir el mandato divino de que las mujeres parieran con dolor y de tratar de eliminar el dolor, consustancial al ser humano.
El bueno de Simpson entró en el debate, con la ocurrencia de que en la primera operación quirúrgica de la humanidad, a saber, aquella en la que Dios le extrajo a Adán una costilla para crear a Eva, utilizó anestesia, puesto que el Génesis dice que previamente lo había dormido.
La actual oposición de la Iglesia a, por ejemplo, la investigación con células madre tiene, pues, ilustres precedentes. De lo que no parecen existir precedentes, es de que la Iglesia haya hecho autocrítica o haya pedido perdón por haber obstruido, siglo tras siglo, la investigación biomédica o la práctica clínica.
Javier López Facal es profesor de Investigación del CSIC.
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