Elogio de la apatía
Nuestro declinante lehendakari nos ha sorprendido en su última comparecencia parlamentaria con una nueva iniciativa, la participación de la ciudadanía vasca en el debate en torno al proceso (ya saben ustedes cuál); una participación que se articularía en foros municipales todavía no definidos y a la que se dota desde el principio de la prosopopeya de las grandes ideas a que Ibarretxe nos tiene acostumbrado: la sociedad debe desempeñar un papel activo en el proceso, dice solemne.
Aun siendo como soy un defensor de la idea de los minipopulus o consejos ciudadanos como una de las pocas experiencias participativas (por cierto, nunca ensayadas en España) que han demostrado algún valor en las democracias modernas, me parece que la ocasión elegida por el Gobierno vasco para proceder a su puesta en práctica en nuestra sociedad es especialmente desafortunada y, además, presenta unos tintes sectarios que la inhabilitan desde el principio.
Lo que nos conviene como sociedad es un poco de tibia apatía, no un guirigay participativo
El problema que tenemos delante en nuestra sociedad es el cómo y no el qué; son las reglas y no los fines
De entrada, la propuesta es incoherente con la propia posición del lehendakari ante el proceso de final de la violencia, una posición que hizo célebre con una frase famosa: "Las mejores fotografías se hacen con poca luz". Vamos, que procesos delicados como el que nos ocupa requieren del cuarto oscuro, de la invisibilidad de los actores, para poder llevarse a buen término. Ahora, en cambio, nos propone nada menos que un debate social que implique a todos los ciudadanos. Y lo peor es que tamaña incoherencia se debe probablemente a la personalísima circunstancia de que no le han dejado estar donde a él le gustaría, en el cuarto oscuro.
Y si dejamos de lado esta sospechosa contradicción y reflexionamos un poco sobre la participación ciudadana, ésa que se presenta casi siempre como milagrosa panacea de los males de nuestras desfallecientes democracias, observamos algo curioso: que en Euskalherria no tenemos un problema de déficit participativo, sino más bien lo contrario, de exceso participativo. ¡Y vaya exceso! Aquí, desde hace más de treinta años, una parte importante de la sociedad ha participado activamente en política matando a los componentes de otra parte, que también ha participado, aunque sea muy a su pesar y como víctima. Pocas democracias podrán exhibir un grado similar de activismo ciudadano, por mucho que resulte heterodoxo. Precisamente por ello, lo más urgente entre nosotros es rebajar el grado de participación social, desactivar las manifestaciones públicas de unos sentimientos políticos que están patológicamente inflamados. Lo conveniente es el bálsamo de la rutina democrática gris y aburrida (las democracias son regímenes aburridos) por mucho que resulte poco atractiva. Lo que nos conviene como sociedad es un poco de tibia apatía, no un guirigay participativo. Es la hora de la reflexión tranquila y solitaria de cada uno, no la del activismo entusiasta que nos sugiere el lehendakari con sus foros de debate.
Pero es que, independientemente de su especial inoportunidad, hay que preguntarse crudamente si los ciudadanos, interpelados de prisa y corriendo en foros apresuradamente montados, pueden aportar algo útil a la política. O más bien sólo podrían confundirla más aún, como me inclino a pensar. Verán, la intervención directa de los ciudadanos en la política, aunque suscita oleadas de fervor entre mucha gente, es peligrosa. Tan peligrosa que nuestras democracias están diseñadas cuidadosamente para proscribirla, para interponer entre pueblo y gobierno el filtro de un cuerpo electo de representantes. ¿Y por qué ese miedo al ciudadano activo? Fundamentalmente, por su irresponsabilidad, aunque suene duro decirlo. Al ciudadano no se le puede dejar la dirección de la política porque no es responsable en dos sentidos muy concretos del término.
En primer lugar, no es responsable porque sólo se preocupa de manifestar sus preferencias, pero no de implementarlas prácticamente. Eso hace que el ciudadano abrace con entusiasmo todos los valores absolutos (paz, libertad, justicia, honradez, etcétera). Puede hacerlo porque no es responsable de llevarlos a la práctica, de encajarlos con la cruda realidad. Las utopías con que sueña el hombre de la calle vienen sin instrucciones de montaje, por eso son bellas, atractivas, e irresponsables. Por otro lado, al ciudadano no le va nada en sus decisiones, no está sometido al duro control periódico de resultados, a que puedan suspenderle en las próximas elecciones. No debe responder ante nadie del acierto o desvarío de sus tomas de posición. Tucídides se lo espetó a sus conciudadanos del agora: "Si el que persuade y el que le secunda recibieran el mismo castigo, decidiríais con más sensatez".
Yendo a nuestro caso, el ciudadano vasco interpelado por su Gobierno diría, con seguridad, que es partidario de la paz, de la libertad de todos, de la igualdad entre opciones, del derecho de a decidir y ... de la felicidad universal. Pero no nos diría, a buen seguro, cómo llevar a la práctica sus virtuosos deseos, cómo concretar sus valores absolutos. Eso lo dejaría para los políticos profesionales. ¡Pero es que, precisamente, el problema que tenemos delante en nuestra sociedad es el cómo y no el qué; son las reglas y no los fines!
Desengáñese, lehendakari, aún suponiendo que lo organizaran de buena fe y sin sectarismo, el debate ciudadano irrestricto sólo arrojaría como resultado una inacabable multiplicidad de opiniones, casi tantas como personas. Sería algo así como un mapa de escala 1:1, tan perfecto en su reflejo de la orografía política como inmanejable e inútil para cualquier fin práctico. Salvo el de enredar, claro está.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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