La Mercè de los niños
La fiesta mayor nos vuelve niños. Niños ilusionados y mocosos, modositos y maleducados, sanamente alegres y caprichosos hasta el aborrecimiento. La fiesta mayor es mirarse el ombligo: incluso viene gente de fuera para ver cómo nos lo miramos, lo cual ya supone el ombliguismo al cuadrado. La plaza es el útero de nuestros orígenes, el lugar donde nos anestesiamos con nuestros mejores líquidos amnióticos. Dice Claudio Magris en su último libro, L'infinito viaggiare -recopilación de crónicas viajeras, no podía ser de otro modo en su literatura-, que "la plaza hace a una ciudad, pequeña o grande; los exteriores cuentan más que los museos repletos de obras de arte". Pues bien, en la plaza mayor de la ciudad en fiestas, el viernes, se celebró una gran farsa infantil, cruel y violenta, como sólo los niños saben interpretarla. Vi a unos matoncetes de barrio abuchear a una escritora porque leía el pregón en castellano, sin escuchar qué decía, para qué iban a hacerlo si estaba más que probado que la pregonera procedía de otra placenta. Y también vi a políticos travestidos de críticos literarios, robándole el trabajo a Jordi Llovet y sentenciando que no era la lengua, sino la altura de los contenidos de su obra, lo que convertía a aquella autora en no apta para nuestro ombligo, puro como la nieve recién caída (y eso a mí me recordaba al niño que se quita la camiseta y enseña el ombligo en el anuncio a favor de las selecciones catalanas, otro gran cuento de estos días).Y más allá vi a otros mocosos, a los que, como a Shin Chan, les gusta enseñar el "culet, culet!" -están en la fase anal, no hay que tenérselo en cuenta, la Cicciolina se lanzó al ruedo político con técnicas parecidas-, proclamar a voz en grito: "¡Elvira Lindo somos todos!", y hombre, tampoco, el que quiera ser Elvira Lindo en esta farsa infantil, que lo sea, pero si prefiere ir de Joyce, Kafka o Josep Maria Espinàs -que por cierto no ha sido nunca pregonero, por lo menos desde 1977-, pues que vaya, está en su pleno derecho. En cualquier caso, ¡qué bien va el mundo! En nuestra plaza ombligo montamos el tinglado sobre el pregón de la fiesta mayor, algo fundamental como consta a todo el mundo, y nos ciscamos en nimiedades como las colas de los inmigrantes ante el Gobierno Civil -vuelven a ser inconmensurables- o los trenes de cercanías, que, como la conga del Jalisco, van y vienen, caminando.
Pero pensé que no todos los niños eran así de impertinentes y malcarados. De modo que salí a la calle a buscarlos y los encontré. Estaban en el atrio del Palau de la Virreina, saludando al Gegant del Pi, a su señora Elisenda y a toda la corte, el águila, la mula, el cabezudo, personajes hieráticos de todas las literaturas, muy especialmente la de E.T.A. Hoffmann. Y también estaban en la Virreina las fotografías de Jordi Bover de la Mercè del año pasado, es decir de los barcelo-nins, los niños barceloneses bailando agarrao en la plaza Reial, imagen de adolescencia de cualquier pueblo o ciudad, por grande o pequeño que sea. Más tarde daba yo con otros niños risueños en la plaza Reial, escuchando a la banda de Roquetes atacar con brío bailongo Boig per tu, para luego zambullirse sin solución de continuidad en el abismo melancólico y solemne de L'emigrant, nuestro caminante schubertiano, alejado de la patria y del amor, tan nuclear en la literatura centroeuropea que nos ha enseñado Claudio Magris. Mientras, en la plaza de Sant Jaume los abuelos botaban rítmicamente a los acordes de la cobla La Jovenívola d'Agramunt, ellos también convertidos en niños muy serios y formales, y en la playa de Sant Sebastià las cometas concentraban todas las miradas. Las había grandes y muy lentas, como un enorme dragón colorido que tardaba rato en llenarse de aire, y otras muy pequeñas y nerviosas, gobernadas por los mejores especialistas de la acrobacia, llegados de todos los rincones del planeta, pasen y vean, animaba el locutor. Desde Mary Poppins, acaso no ha habido símbolo de la niñez más puro que la cometa: hilo, vela y aire, imposibe una síntesis mayor, poema minimalista disuelto en la era barroca de la Playstation. Y finalmente también vi a niños sostenibles y concienciados, jugando en el parque de la Ciutadella con ingeniosos juguetes construidos con materiales desechables, botellas, latas, cosas así. Y niños aterrorizados por las bestias del correfoc, el terrabastall de los trabucaires o la fragilidad de los castells, por mucho casco que lleven los pequeños héroes de la cúspide.
Del pregón al cielo de Barcelona, niños serios y niños gamberros protagonizan los cuentos de la ciudad provinciana. Se equivocaron los apóstoles republicanos del cosmopolitismo, la Mercè es instinto de provincia hecho fiesta, de la misma forma que erraron los apóstoles populares de otro cosmopolitismo cuando criticaron el cartel de Vicente Rojo, un guiño a la ciudad de ferias y congresos, otro de los relatos infantiles generados por esta ciudad ni muy provinciana ni muy cosmopolita, sino todo lo contrario. Pero sin duda el mayor de los provincianismos es exigir cosmopolitismo por las fiestas de la Mercè, cuando la humedad bordea el 100%, la lluvia estropea los semáforos y la ciudad se te adhiere a la piel como un sarpullido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.