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Columna
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El lugar de Alatriste

Vicente Molina Foix

Tranquiliza saber que en Madrid ya había atascos en 1630. Por aquella época, las calles no tenían determinado el sentido del tráfico, siendo así frecuente que dos carruajes quedaran enfrentados en direcciones opuestas al circular por un callejón del centro; el carretero, ansioso por llevar su carga de hortalizas al mercado, y el cochero, bajando del pescante para dar estampa a su rango, se enzarzaban a discutir, hasta que uno le cedía el paso al otro.

Tampoco las calles tenían nombre puesto, una ventaja a la vista del lío contemporáneo en torno a las batallas, los alcázares, los generales y los caídos de la División Azul aún vigentes en nuestros callejeros.

Los madrileños se referían a ellas en función de la iglesia, la taberna o la leyenda que destacara en cada una. No había números en las casas pero sí "puentes" en la ciudad, no de los que se cruzan sino de los que se toman los ciudadanos en las fiestas, tan abundantes entonces como ahora.

Esos detalles y otros están evocados en la pequeña exposición El Madrid de Alatriste, que se puede ver hasta finales de octubre en la Casa de la Panadería y es un híbrido: centrada en la película de Díaz Yanes y en las novelas de Pérez-Reverte, se muestran en las salas de la Plaza Mayor trajes y fotos pictóricas del Alatriste cinematográfico, algunos actores ajenos a la adaptación recitan en pantallas de vídeo textos de época, y el Ayuntamiento, patrocinador de la exposición, hace propaganda subliminal (falta menos de un año para las elecciones) hablando en unas notas impresas de las calles y plazuelas con encanto que se han recuperado para los castigados peatones madrileños. A los niños se les ilustra con juegos y acertijos, y a todos en general se nos avisa de los lugares y edificaciones que, cosa milagrosa en la ciudad, siguen hoy igual que en el siglo XVII.

Y es verdad que hay rincones en el Madrid de los Austrias sin hamburgueserías fehacientes -aunque con parabólicas cerca del chapitel herreriano-, que las Descalzas siguen en pie junto a un Corte Inglés y la iglesia de San Pedro se mantiene impertérrita en la calle del Nuncio, y que ahora es posible ver en todo su deslumbrante esplendor barroco, tras décadas de andamio, el interior de San Antonio de los Alemanes, en la Corredera Baja; esta iglesia tiene una singularísima planta ovalada, y todos sus muros, desde el zócalo a la cúpula, están pintados al fresco, principalmente por Luca Giordano, quien, entre la apoteosis de religiosidad y boato monárquico, supo introducir, aquí y allá, los senos desnudos de alguna matrona alegórica.

Sin embargo, el espectador no verá esta iglesia ni los demás rincones austriacos de la capital en la pantalla, pues, por razones más de geofísica que de economía, Alatriste está rodada en otros lugares de España (Baeza y Úbeda lucen espléndidas y muy convincentes en su transustanciación local).

Pero una de las muchas virtudes de esta excelente película es que ese arte de birlibirloque no importe. Uno ve la España de Felipe IV, y ve Flandes, y ve el áspero Madrid cortesano y canalla, de manera no muy distinta a como, hace cuarenta años, Leonardo Sciascia, paseando por la calle Mayor de Alicante, vio la Calle Mayor de Bardem, que no se le parecía en nada, estando rodada la película en Palencia (quizá todas las calles mayores de capitales de provincia se parecen, y todas las historias tristes de la Historia española tienen un mismo color local).

No contando con el ilimitado repertorio verbal del autor de las novelas (cinco libros extensos condensados en una sola película), Agustín Díaz Yanes se busca la vida cinematográfica con ingenio y poder de síntesis. Y, en ese sentido, Alatriste muestra mucho más que esas "buenas maneras" narrativas y ese exquisito empaque artístico que se le han reconocido.

Tras una primera parte de trasfondo bélico-social y presentación de personajes, el director apunta, en una hora final arrebatadora y elocuente, al verdadero lugar que quiere reflejar: la metáfora.

En los últimos tejemanejes del Conde-Duque, en el Quevedo proscrito, en la desolada estampa amorosa del hospital de sifilíticas, comprendemos el fin de un sueño imperial o los comienzos del país real que aún en parte conocemos.

Un lugar de heroísmo altivo y vanas esperanzas de más allá, plasmado en esa imagen -uno de los finales más emocionantes de mi vida de espectador cinematográfico- del grupo salvaje de los soldados que manda Alatriste como desahuciados novios de la muerte, mientras suenan en la banda sonora los compases de una marcha de Viernes Santo.

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