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Tribuna
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Identificación

No recuerdo si fue el inteligente y bondadoso Tono, Miguel Mihura o alguno de aquella fértil época quien dijo, con melancólica clarividencia, que lo malo de la vejez es que nos pilla demasiado mayores. A mí me pasa con los arrebatos patrióticos y de cualquier tipo. La edad le confina a uno en un apacible pasotismo, libre de indignaciones o entusiasmos excesivos. Aquel hervor de sangre de la lejana juventud que disponía arbitraria e incluso estúpidamente de las adhesiones y el placer del sacrificio por las grandes palabras, incluso cuando no albergaban siquiera ideas aceptables, aquello, como las golondrinas de Bécquer, no vuelve nunca jamás.

Todo está dicho y sobre los fastos y las ansias terrenales lo hizo mejor que nadie don Jorge Manrique. El otoño terminal, el helado invierno definitivo se desploman sobre la verdura de las eras y recordamos nuestras pequeñas vidas en los tiempos en que teníamos por delante todos los verbos por conjugar. Las cosas suceden hoy demasiado deprisa y conciernen a todo el mundo, quiéranlo o no. Claro que las mayorías han vivido alejadas de los bienes y placeres, para arrastrar existencias que algo mínimo tienen cuando la gente se agarra hasta la desesperación para seguir viviendo cualquiera que sea la circunstancia.

Las posibles víctimas somos todos, por muy alejados que nos creamos de los frentes
Certifico que en los lugares de coincidencia se esquivan apreciaciones sobre política

No creo que en las guerras modernas -como se escucha y se lee- sólo mueran niños y mujeres embarazadas, pero ocurre, cuando debería ser respetada su vida, miserable quizá, pero no beligerante, y por eso es encomiable que no las desplacen, por ejemplo, al Líbano. Acaba de celebrarse el quinto aniversario de la atroz e incomprensible destrucción de las Torres Gemelas, con varios miles de seres sacrificados en unos segundos, muchos más que las bajas habidas en la batalla de Aljubarrota.

Las posibles víctimas somos todos, por muy alejados que nos creamos de los frentes de batalla. En un avión saboteado, unas mochilas colocadas en la proximidad, el descerebrado suicida dentro de unos almacenes, en una cafetería, al pie de un autobús. Sólo puedo hablar por mí mismo y por algunas personas del trato cotidiano que procuramos, por instinto de conservación, eludir los comentarios de actualidad.

Aunque sigamos con la antigua adición a leer periódicos, escuchar las radios y ver los telediarios. Es como cuando los niños -y los avestruces- se tapan la cabeza para aislarse de lo que les produce temor. Los demás -hablo también de los escasos lugares que frecuento- procuramos charlar de otras cosas, y puedo certificar, sin ánimo estadístico, que en los autobuses, en el metro, en los lugares de coincidencia de los madrileños, se esquivan las apreciaciones sobre la política, no más expresivos que cuando esa señora felizmente obesa exclama: "¡Hay que ver cómo está todo!". Y no se trata de que vivamos en un régimen policiaco, algo que pertenece al pasado, ni temamos por nuestra integridad o seguridad, sino por la íntima certidumbre de que esas discusiones han perdido su sentido.

Los viejos, tomo su nombre o, mejor aún, utilizo el propio, hemos visto cómo escurría por los años pasados la savia vigorosa que antaño animaba nuestras venas. No es sólo impotencia física, sino economía energética que necesitamos para seguir en pie. Todavía, con gesto furtivo, ladeamos la cabeza para admirar el paso garboso de alguna muchacha con el cuerpo ceñido en unos pantalones sin preguntarnos cómo ha podido entrar en ellos. Y poco más.

Por eso nos resbalan algunas informaciones referentes a nuestra pertenencia a un pueblo, que casi siempre presume de sus carencias. Algunos ancianos recordarán aquellos ocurrentes versos derrotistas, referidos a la idiosincrasia de distintos sujetos: "Si habla bien de Inglaterra es un inglés; si habla mal de Alemania es un francés y si habla mal de España, es español". O sea, que la cosa viene de muy atrás.

En estos días pasados se ha armado cierto zipizape con las obscenas declaraciones de un actor que puso a caer de un burro a nuestro país y sus moradores ante la televisión. Curiosamente, un gallego. Los exabruptos eran zafios, de mala calidad, tabernarios e indignos de ser tomados en consideración. Peor me pareció -y es una apreciación subjetiva- que un mozo infiltrado exhibiera una camiseta identificando a todos los presentes con el energúmeno de notoriedad transitoria. No tenía derecho a hacerlo. Ese tipo de imputaciones debe ser muy específico.

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