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Elecciones interminables

Desde mucho antes del 2 de julio pasado, fecha en que México debía elegir al segundo presidente de este siglo, se sabía que el vencedor necesitaba una ventaja de al menos 5% para que nadie cuestionara su legitimidad. El escrutinio oficial reveló que Felipe Calderón, el candidato conservador del Partido Acción Nacional (PAN), había obtenido sólo 0,5% más que su adversario de centro-izquierda, Andrés Manuel López Obrador, ex alcalde de la capital mexicana y candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Según la Constitución, la mayoría simple basta para ganar, pero no hay precedentes de triunfos tan ajustados.

La sospecha de fraude impulsó a López Obrador a exigir un recuento completo de los votos y a organizar manifestaciones y piquetes en el Zócalo, la plaza mayor, en las salidas de la capital y en el Paseo de la Reforma, símbolo del México moderno. Algunas de sus arengas indignadas convocaron a grandes multitudes de partidarios fervorosos. Muchos de esos manifestantes se quedaron a vivir en el Zócalo y en Reforma, convertidos en un mar de tiendas de campaña, olores humanos y desperdicios inaccesibles. Según López Obrador, su movimiento propone una resistencia civil pacífica que podría convertirse en desobediencia generalizada.

El Gobierno de Vicente Fox no ha cedido a ninguno de los llamados a reprimir, porque confía en que las manifestaciones no pueden ser eternas e irán diezmándose por el cansancio, la necesidad de trabajar y de volver a la vida normal. López Obrador, mientras tanto, sigue anunciando, con un lenguaje cada vez más encendido y más pintoresco, que nadie se moverá de allí.

Mientras el distrito federal está en llamas, el resto del país no se inmuta. Salvo un movimiento popular en Oaxaca que reclama mejores salarios para los maestros, los mexicanos esperan tranquilos la transición. Diarios como La Jornada y semanarios como Proceso han justificado las sospechas de fraude. No es algo nuevo: casi todas las elecciones de la imperfecta democracia mexicana han estado ensombrecidas por alguna artimaña que beneficia a políticos y empresarios empeñados en conservar sus privilegios. Nadie olvida todavía la vergonzosa elección de Carlos Salinas de Gortari, a quien se le concedió la presidencia en 1988 después de comicios cuyos resultados nunca se dieron a conocer.

"Así nunca va a obtener la presidencia un candidato que represente los intereses del pueblo", ha dicho López Obrador en una de sus arengas del Zócalo. "El que llegue va a tener que arrodillarse y actuar de manera lambiscona con los dueños del país".

Al principio de la campaña electoral se creía que López Obrador ganaría con facilidad. Llevaba amplia ventaja en las encuestas y hasta se conocían algunos nombres de su eventual gabinete: todos ellos figuras de primer orden tanto en el campo intelectual como en el político. El propio López Obrador fue desgastando su candidatura con actitudes y frases destempladas hasta que, en las semanas previas a las elecciones, sólo uno o dos puntos lo separaban de Calderón.

El candidato conservador no gustaba a las mayorías, que lo encontraban demasiado distante de sus intereses y más preocupado por el orden económico que por la modernización política del país. No tenían confianza en algunos de sus asesores, vinculados al pensamiento más reaccionario. Sus propuestas para resolver la pobreza y la atroz desigualdad del país resultaban apagadas y endebles. Y ciertas preocupaciones mexicanas insoslayables, como la migración creciente hacia los Estados Unidos, que en los últimos años ha asumido las dimensiones de un éxodo masivo, aparecían perdidas en su discurso. Su imagen en los días previos al 2 de julio, sin embargo, fue la de un estadista calmo, mientras que López Obrador se mostraba al borde de la histeria. Muchos de quienes lo apoyaban con entusiasmo sintieron disgusto ante sus actitudes mesiánicas.

Si López Obrador aceptara la derrota, podría construir una formidable y bien estructurada fuerza de oposición que le permita fiscalizar al nuevo Gobierno. Pero no parece tener tiempo para esperar: quiere que las cartas se den vuelta ahora mismo. Lo que ha conseguido en estas semanas es el enojo de los comerciantes, los hoteleros, los chóferes de taxi y los maestros de escuela para los cuales el Zócalo o el Paseo de la Reforma son lugares de tránsito forzoso. El turismo, tercera fuente de ingresos legales de México con un total de casi 12.000 millones de dólares anuales, sufre una crisis de espanto, con una pérdida diaria de 23 millones de dólares sólo en la capital.

Muchos de sus defensores han desertado. Uno de los intelectuales más respetados de México, el escritor Carlos Monsiváis, publicó una carta abierta en La Jornada exponiendo su hartazgo. "No le encuentro sentido", dijo, "a esta deliberada agresión contra los derechos de los trabajadores, los pasajeros y conductores de ómnibus y de taxis".

En vez de retroceder, López Obrador ha duplicado su apuesta. La resistencia, que hasta ahora ha sido apacible pero incómoda como un moscardón, podría convertirse en lava pura si los ánimos no se aquietan. México vive sobre ascuas. Todo induce a suponer que Calderón asumirá la jefatura del Estado el 2 de diciembre, amenazado por brotes de cólera y descontento que nadie sabe cómo se podrían apagar.

Tomás Eloy Martínez es escritor argentino, autor de La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina. © Tomás Eloy Martínez, 2006. Distribuido por The New York Times Syndicate.

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