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Reportaje:DEPORTES

Navratilova vence en su crepúsculo

La tenista, con 49 años, se despide de las canchas con un triunfo de Gran Slam

Jordi Quixano

Sentidos aplausos se prolongaron cinco minutos en la pista Arthur Ashe cuando hace una semana Martina Navratilova (Praga, 1956), con el americano Bob Bryan, ganó el doble mixto del Open de Estados Unidos, su 59º Gran Slam -18 individuales, 31 en dobles, 10 en mixtos-. Ella, a quien le falta un mes para el medio siglo, sonreía por no derramar sus lágrimas el día en que se retiraba. Ya no volvería a pegarle a la pelota con esa soberbia zurda, a atacar con vehemencia la red, a deslizarse con sus potentes piernas sobre la moqueta, a celebrar una victoria. "Tengo más arrugas que títulos", proclamó. El tenis era su vida y su voz para combatir la injusticia.

Sus primeros tres años los pasó entre las montañas de Krkonose, al borde de Polonia, y los gritos de sus padres. Cuando éstos se separaron, su madre, Jana, rehízo la vida en Revnice, a las afueras de Praga, con Mirek Navratil, gerente de un club de golf, quien, además del apellido, le daría a Martina consejos de tenis. Navratilova había heredado la raqueta de su abuela Agnes, reconocida jugadora antes de la II Guerra Mundial. Poco después, mientras su padre se suicidaba, su padrastro le susurraba: "Algún día serás campeona de Wimbledon". No se equivocó; hasta en nueve ocasiones -más que ninguna otra jugadora- flexionó las rodillas en All England Club para recibir la felicitación de los duques de Kent, tras haberse formado en Estados Unidos.

En sus inicios no era raro verla jugar con 20 kilos de más, recargada de joyas y llorando compulsivamente por una derrota
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A los 11 años, mientras jugaba en Pilsen, los tanques de Rusia entraron en Praga. "En esa época vi cómo se destruía el alma de mi país", dijo años después. En 1973 viajó a Nueva York y se enamoró de la tierra de Disney World, de sus actores favoritos -Spencer Tracy y Katharine Hepburn- y de la comida rápida. En sus inicios no era raro verla jugar con 20 kilos de más, recargada de joyas y llorando compulsivamente por una derrota. Durante el US Open de 1974 pidió asilo político. Y lo obtuvo después de pasarse el torneo encerrada en su habitación, escoltada por agentes del FBI. La por entonces Checoslovaquia la tildó de traidora. Pero al tiempo, América, que la recriminaba su homosexualidad -"me gustan los hombres y las mujeres, aunque las prefiero a ellas porque las considero más interesantes"-, la consideraba una apátrida. No consiguió la ciudadanía hasta 1981. Ella, mientras tanto, decidió cambiar, ser la mejor. Así que fichó como entrenador a Renée Richards, un tenista que no se sentía a gusto con su cuerpo y que se hizo jugadora del circuito. En 1983, tras su primera derrota en el nuevo periplo, la despidió. Y contrató a Mike Estep, con quien fue tan superior que siempre le preguntaban si no debía jugar con los hombres. Al final de su carrera, en 1992, aceptó el reto de los sexos. Perdió ante Jimmy Connors: 7-5 y 6-2. "Tendría que ser aplastada por un taxi para perder", dijo Gerulaitis. "Es difícil jugar contra un hombre. Perdón, contra una mujer; en fin, contra Martina", ironizó Hanna Mandlikova.

Pero Navratilova también hablaba fuera de las pistas. Acusó a la sociedad norteamericana de doble moral cuando Magic Johnson anunció que tenía el sida. "A mí me habrían llamado lesbiana. Él se acostó con miles de mujeres", repuso. "Reagan y Bush han limitado la libertad y violado derechos", aseveró. "Tengo una pistola en casa. Me convino armarme cuando el IRA amenazó con secuestrarme", contó. "El 33% de mis ingresos son impuestos. No me importa. Pero si los rusos ya no son una amenaza, ¿por qué los gastan en Defensa?", afirmó. Incluso en 1992 recurrió un proyecto de ley que limitaba los derechos humanos en Colorado, donde residía.

En noviembre de 1994 se retiró, y el Madison Square Garden de Nueva York le regaló una atronadora ovación, y una bandera con su nombre se incrustó en el techo. Tras cinco años, volvió para jugar partidos de dobles hasta la semana pasada, cuando colgó la raqueta. Navratilova, siempre opuesta a Chris Evert, por más amigas que fueran, tuvo al fin su gloria, esa que la trató con racanería porque su actitud fuera de las pistas chocaba con lo éticamente correcto.

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