Todas las lecturas, una lectura
A principios de agosto apareció un estudio según el cual aún había descendido un poco más el número de lectores españoles. Más de la mitad de la población no toca un libro en su vida. De la otra mitad, sólo una mínima parte lee habitualmente. Frente a las cifras menguantes de lectura, el mercado editorial presentaba otras del todo opuestas: nunca han vendido tantos libros. Si fuera como imagino, habríamos llegado a la perfección: se venden muchos libros, pero ya no es necesario leerlos. La lectura habría regresado a su posición anterior al siglo XIX. Porque lo cierto es que la lectura popular tiene menos de doscientos años. Puede afirmarse que comienza hacia 1850. Antes sólo leían los profesionales. Todos los demás oían leer.
En el prólogo de la Gran conquista de Ultramar, libro atribuido a Alfonso el Sabio, pero seguramente de la época de Sancho IV, se lee (resumo):
"E como quier que nuestros cinco sentidos sean todos muy buenos é los sabios antiguos departiesen de cada uno las bondades que en él había, en fin tovieron que el oir es más necesario al entendimiento del hombre, porque aunque el ver es muy buena cosa, muchos hombres que nascieron ciegos aprendieron muchas cosas; é esto les causó el oir, que oyendo las cosas las deprendieron tan bien o mejor como otros muchos que hobieron sus sentidos complidos; e muchos que tuvieron los sentidos complidos, por el oir que les faltó perdieron el entendimiento é no supieron ninguna cosa. E pues que tan gran bien puso Dios en este sentido, mucho deben los hombres trabajar siempre de oir buenas cosas é de aquellos que las sepan decir, é oir los libros antiguos é las historias de buenos fechos".
Durante siglos el ciego fue una figura respetada, en tanto que el sordomudo de nacimiento era excluido de la comunidad. El saber ineludible para la salvación entraba por el oído, no por los ojos. La lectura en voz alta dominó sin resquicio, no ya durante el medievo, sino tras la invención de la imprenta. Es cierto que los libros se abarataron después de Gutenberg y ya no sólo los eclesiásticos leían para sí en silencio: la libertad de interpretación del texto sagrado incrementó la lectura privada. A pesar de lo cual, y según cálculos recientes, apenas un 3% de la población del área germana (la más culta) estaba alfabetizada a finales del siglo XVI; de ellos, muy pocos poseían libros (Cavallo y Chartier, Historia de la lectura, Taurus, 1998).
Igual espejismo producen las sociedades dieciochescas. Los philosophes de París, los ilustrados alemanes, ingleses e italianos, dan una engañosa impresión de lectura generalizada. Lo cierto es que, si bien aumentaron los títulos editados, los libros seguían siendo leídos en voz alta ante grupos numerosos. Lo que cambió no fue el número de lectores, sino el respeto del libro.
En la antigüedad los libros eran algo lejano, formaban parte de los objetos de culto ligados al poder y sólo podían usarlos quienes estaban autorizados. El libro no era una puerta hacia la sabiduría o la emoción íntima, sino un utensilio venerable, como los cálices o las espadas. La transformación que comienza en el siglo XVIII no afecta a los hábitos de lectura sino a la relación con el libro. En esos años comienza la andadura de la sociedad burguesa, radicalmente distinta de la aristocrática. El invento de la intimidad, del mundo emocional y sentimental privado, forma el esqueleto de una sociedad para cuyo desarrollo es ineludible la extensión universal de la lectura.
De un saber exterior que viene del cielo y administran los funcionarios eclesiásticos y judiciales, un saber que confirma el poder del señor y su prolongación en objetos, tierras y ejércitos, se va a pasar a un saber íntimo, garantizado por el sujet cartesiano, sometido a la efervescencia pasional y capaz de razonar a solas, sin ayuda externa, ni siquiera divina. La metamorfosis ocupa todo el siglo XVIII y parte del XIX, pero con ella va puliéndose la herramienta ideal para la invención del alma burguesa: la literatura. A mediados del XVIII apenas un 6% del catálogo de Leipzig eran novelas, pero en 1800 rozan el 22%. Su modelo es elWerther de Goethe (1774), primer superventas mundial y escuela sentimental de media Europa. No obstante, no hay que hacerse ilusiones, la mayor parte de quienes accedieron a ese texto no lo leyeron, lo escucharon. La casi totalidad de las mujeres eran analfabetas y la novela tiene en ellas a su clientela más numerosa.
El saber se fue interiorizando: los libros de lectura personal crecían y los libros divinos menguaban. Los editados en latín bajan de un 30% a un 4% en las fechas de que hablamos. La lectura personal es un ácido que ataca los sólidos de la autoridad, al tiempo que vitaliza las pasiones, las emociones, las especulaciones filosóficas, la imaginación científica. La sutil materia del lenguaje corroe los artilugios totémicos y al disolverlos fluyen vapores que incitan a la aventura, a la pasión amorosa y artística, a la investigación, a la exploración del mundo.
Cuando en 1850 el prestigio del libro alcance su cima, comenzarán los planes para la educación obligatoria y gratuita. Ésta será la verdadera revolución: en 1870 vive en Europa la primera generación casi totalmente alfabetizada. A partir de entonces, el libro es la pieza maestra de las sociedades occidentales. La alfabetización generalizada impulsa la lectura masiva. Las bibliotecas municipales de París prestaron 363.322 libros en 1881. Mil préstamos al día en una ciudad que apenas superaba el millón de habitantes es una cifra vertiginosa, supone una idolatría del libro. La lectura es escala para el ascenso social y para el refinamiento moral. Victor Hugo intuye en 1831 que la antigua civilización construida en piedra va a dejar paso a una sociedad de papel:
"El pensamiento humano, al cambiar de forma, iba a cambiar también su modo de expresión. El libro de piedra, tan sólido y duradero, iba a dejar su lugar al libro de papel, aún más sólido, aún más duradero. Un arte iba a destronar a otro arte. La imprenta acabaría matando a la arquitectura" (Notre-Dame de París).
En una asombrosa coincidencia con lo que Hegel dictaba en su cátedra de Berlín ese mismo año, el novelista anunciaba una sociedad cuyos monumentos ya no serían arquitectónicos sino literarios. Entre 1870 y 1970, el mundo civilizado fue gloriosamente literario. Las obras maestras que se acumulan en ese periodo forman una cordillera imponente. La decadencia sólo comenzará después de la Segunda Guerra Mundial.
En la actualidad vivimos un profundo cambio. Creo que la lectura como ejercicio intelectual supremo está siendo sustituida por otras prácticas. Quizás esté regresando a su lugar clásico: unos pocos hogares, conventos, gabinetes de humanistas. Como en el pasado, el resto de la ciudadanía mirará y oirá historias, novedades, instrucciones, leyendas, conocimientos, pero ya no leerá por sí misma.
¿Debemos lamentar este cambio? No lo creo. Los humanos somos los únicos animales que cambiamos porque queremos cambiar. No nos cambia la "evolución biológica" sino nuestra inquietud, la incapacidad para dejar las cosas tal como las encontramos al nacer. Nuestra vida es constante cambio y ningún cambio nos mejora o empeora, sólo nos ayuda a perdurar. Resulta difícil imaginar un futuro en el que la lectura dificulte la perduración, pero habrá que hacerse a la idea.
Félix de Azúa es escritor. Este texto forma parte de la conferencia de clausura de la Feria del Libro de Jaca (Agosto de 2006).
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