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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Buscando a Rusiñol

Los 75 años de la muerte de Santiago Rusiñol sirven de excusa para el Año Rusiñol. Como tantos homenajes impulsados por la necrología oficial, tiene mucho de intento de compensar las décadas de desinterés e indiferencia. En la Sitges actual, que se sobrepone a otro verano de obras y turismo de calidad relativa y a una multitudinaria y popular celebración de la fiesta mayor, el espíritu de Rusiñol se nota más bien poco. En el paseo Marítimo, ondean las banderolas del Año Rusiñol junto a otras más propagandísticas ("Sitges cívica", que, a juzgar por las barbaridades que cometen algunos de sus visitantes, suena a recochineo). Desde la terraza del bar Kansas, sólo el mar parece no haber cambiado desde que, con poco más de 30 años, Rusiñol decidió rehabilitar dos viviendas de pescadores y convertirlas en lo que hoy es el museo Cau Ferrat. Mientras vivió, el edificio fue una mezcla de residencia, estudio, almacén y museo en el que el artista fue acumulando un tesoro firmado por un dream-team de amigos, ídolos, discípulos y maestros: Casas, Utrillo, Llimona, Anglada, Picasso, Zuloaga y El Greco. Por 3,5 euros, el visitante puede recorrer el museo, sombrío y kitch, con, además de cuadros, una galería que da a un ventanal que cae directamente sobre el mar. La vista te deja suspendido sobre el agua, hipnotizado por la visión del mar, hasta que una moto acuática cruza el horizonte y su conductor, un bípedo vacilón forrado de neopreno, rompe el hechizo con sus temerarias piruetas. Fuera del museo, se respira un ambiente abiertamente turístico. El breve recorrido va desde las calles de la Davallada y de Sant Joan y sigue por la plaza del Cau Ferrat, la del Ayuntamiento, la del Baluart y el Racó de la Calma. Allí, en ese pañuelo, hay una biblioteca que homenajea la sensibilidad literaria de Rusiñol, uno de los más persistentes practicantes de una curiosidad transversal que sus detractores consideran dispersa vocación de tastaolletes.

Paseo por Sitges tras los pasos de Santiago Rusiñol cuando se cumplen los 75 años de la muerte del artista y se celebra su año

El Sitges de hoy no es el que encontró Rusiñol a finales del siglo XIX. Sí es cierto que, de vez en cuando, uno se cruza con algún personaje rusiñoliano, que parece andar ajeno a las corrientes gregarias, absorto en insondables proyectos. Es el caso de Josep Serra Ramoneda, que recorre el Vinyet montado en una bicicleta en el más puro estilo Jacques Tati, o Fernando Guillén, que pasea a su perro con la cabeza alta y unos andares de patricio romano en el exilio. Cualquiera de los dos habría hecho buenas migas con Rusiñol, pero no sé qué pensaría el dramaturgo-pintor si se detuviera en el mirador cercano al Cau Ferrat. A la izquierda, vería el perfil de los apartamentos deslizándose como una lava por la montaña del Garraf hasta desembocar en el puerto de Aiguadolç, donde los mástiles de las embarcaciones deportivas se yerguen hacia el cielo como lanzas amenazantes. Y, a la derecha, vería la lejana mole del hotel Terramar. ¿Cómo viviría Rusiñol en el Sitges de hoy? ¿Compraría en el mercado municipal o en el supermercado Intermarché (tan francés antes, tan latino ahora)? ¿Asistiría a las jam sessions que se celebran en los jardines de El Retiro o se desmelenaría (pelo y barba) en templos discotequeros con nombres tan metafóricos como Organic o L'Atlàntida? ¿Organizaría una tertulia en el café Roy o en el Xatet? ¿Escribiría en El eco de Sitges? ¿Dónde pillaría la morfina curativa o adictiva, en un andén de la estación o merodeando por la playa de l'Home Mort? ¿Cenaría en el Tiburón? ¿Se emborracharía en la coctelería Firenze o en el Coco Rico? ¿Compraría los libros en la librería Llorens o en la librería Ópera?

En el museo Cau Ferrat, me detengo ante el famoso cuadro La morfinómana (1894), un expresivo documento que explica las secuelas de cualquier adicción y el patético esfuerzo por vencer el dolor. Al salir, me tropiezo con falsos piratas de mar y con eternos artistas, despistados, felices o reconvertidos en pequeños comerciantes. Algunos arrastran leyendas de riquezas lejanas, testimonios que circulan en voz baja y según las cuales abandonaron el paraíso del éxito o una estabilidad convencional para probar la paz sitgetana o que salieron a por tabaco para no volver. Y entonces recuerdo aquella anécdota de Rusiñol, que no sé si contaba su biógrafa Vinyet Panyella o el biógrafo de Francesc Pujols (Francesc Pujols per ell mateix, de Artur Bladé Desumvila). Rusiñol se casa con doña Lluïsa. Después de unos primeros tiempos de felicidad, retoma sus tendencias noctámbulas. Doña Lluïsa le amenaza y, harta de tanto abuso, cambia la cerradura de la puerta. Rusiñol llega a casa, no puede entrar y, sin inmutarse, se marcha a dar una vuelta. Según contaba, el paseo le llevó a la estación. Allí se le ocurrió que lo mejor que se podía hacer en una estación era subirse a un tren, en este caso con destino París. Estuvo allí varios años sin regresar y cuando le preguntaban por aquella decisión, respondía: "Creo que hice bien porque del matrimonio sólo son buenos los primeros y los últimos años, pero los demás -los 30 o los 40 del medio- no se pueden aguantar".

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