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La receta

"¿Qué está pasando en el PSC? ¿El cambio de liderazgo público implica cambio respecto del proyecto, de la orientación estratégica en política catalana, de la propia significación del partido?". Tan relevantes preguntas, formuladas por Ernest Maragall al comienzo de su largo e importantísimo artículo del pasado domingo en EL PAÍS, habían tenido una respuesta anticipada en la entrevista que, el domingo anterior (27 de agosto), José Montilla concedió al diario andaluz Ideal: "No se trata sólo del cambio de liderazgo. El PSC no sólo cambia de candidato, se cambia de ciclo y se abre una nueva etapa en la política catalana. Hay que pasar página a la reivindicación identitaria permanente. (...) Se trata de pasar página, de dejar de pensar que las culpas son de otros, que todos los males vienen de Madrid".

"Cambio de ciclo", "nueva etapa", "pasar página" son todas expresiones que, en boca de Montilla y en el momento actual del Partit dels Socialistes, confluyen alrededor de una misma idea: desde 1980 hasta hoy, bajo Jordi Pujol y bajo Pasqual Maragall, ha existido en la política de la Generalitat un continuo básico de discursos y prioridades, un hilo rojo de énfasis en la identidad al que ahora se debería poner punto final, o un largo punto y aparte, o por lo menos sordina.

A este legítimo planteamiento, no obstante, cabe hacerle algunas preguntas. Por ejemplo: ¿es forzosamente perniciosa la existencia de una cierta continuidad política en los gobiernos, por encima de las alternancias? ¿Acaso en el Reino Unido conservadores y laboristas, Margaret Thatcher, John Major y Tony Blair, no han coincidido a la hora de preservar la britishness desde el poder? Y en Francia, ¿es que socialistas y neogaullistas no compiten en abonar la marchita grandeur, en subvencionar la francofonía, en cultivar la sedicente identidad republicana? Y luego, ¿qué se entiende por "debate identitario" -o "reivindicación identitaria"-, ese concepto que el socialismo posmaragallista parece en trance de demonizar? Lo formularé con mayor claridad: si José Montilla alcanza la presidencia de la Generalitat, ¿seguirá presionando por la devolución de los papeles de Salamanca, de los que apenas ha retornado una tercera parte? ¿Batallará por el reconocimiento de la lengua catalana en Europa, o considerará que esos son pleitos identitarios sobre los que es mejor pasar página? El hipotético presidente Montilla, ¿exigirá el traspaso del aeropuerto de El Prat incluso pasando por encima de Alfonso Guerra, velará euro a euro las inversiones del Estado en Cataluña, defenderá al alza cada artículo de las leyes de desarrollo estatutario, o bien creerá que eso es hacer victimismo y echar siempre las culpas a Madrid?

Hay algo en la candidatura de Montilla -y no es su origen geográfico- que sí constituye una relevante novedad histórica: por primera vez, un político salta, y además sin solución de continuidad, desde los consejos de ministros en La Moncloa a la posibilidad real de ganar la presidencia de Cataluña. Es un cambio de perspectiva muy brusco, que obliga al líder del PSC a interiorizar en pocas semanas algunas cosas tan básicas como difíciles de traer aprendidas desde un ministerio: que la tensión política y los roces competenciales entre la Generalitat y el Gobierno central no son algo episódico, sino estructural; que el perfil quejoso y reivindicativo de las instituciones catalanas no es un vicio ni una argucia de partido, sino una consecuencia inexorable del desigual reparto de poderes y recursos, ya sea con el viejo Estatuto o con el nuevo; que, al margen de las siglas en las que milite, un presidente de la Generalitat digno de esta investidura siempre será percibido por el Madrid oficial -gobierne allí quien gobierne- como alguien molesto, conflictivo o incordiante. Pasqual Maragall lo ha aprendido en carne propia, pero sería un error culpar de ello a su personalidad o su carácter. Es el cargo: de momento, no supone lo mismo presidir Cataluña que Extremadura, Andalucía o Castilla-La Mancha.

Candidato debutante, el primer secretario del PSC debe en las próximas semanas formular su receta cara al 1 de noviembre. La receta no es el programa, ni el discurso, ni las consignas, ni la mercadotecnia de campaña. La receta es aquel conjunto de mensajes -muchos de ellos, implícitos-, de vibraciones, de impresiones que la biografía, la experiencia previa, el talante de un personaje político emiten o sugieren, y que lo hacen atractivo y creíble para una parte del electorado. Tratándose de fuerzas con vocación mayoritaria, la receta es siempre multidireccional, ambigua, compleja, incluso contradictoria: Pujol era nacionalista y conservador, pairal y europeísta, "español del año" y "enano"...; Maragall ha sido cosmopolita y catalanista, de Sant Gervasi y de izquierdas, federalista y "destructor de España"... Ambos, profundamente transversales o, por decirlo en términos más pedantes, muy catch all.

José Montilla procede del marxismo-leninismo tardofranquista, se fogueó en ese municipalismo cargado de "recelos sobre el 'debate identitario" al que aludía el domingo Ernest Maragall, y ha pasado dos años largos en el Ministerio de Industria. Su currículo, pues, no anda sobrado de referencias catalanistas. Pero, curiosamente, la plataforma extrapartidaria que lo apoya pone el acento en la superación del nacionalismo (del catalán, ¿cuál si no?), e incluso alguno de sus adeptos flirteaba no hace mucho con las tesis del partido de Boadella. ¿Creen de veras que es por ahí por donde la receta de Montilla necesita un chorro de credibilidad?

Algunos dirigentes socialistas deberían medir bien su afán por arrojar lastre identitario, no vaya a ser que, con el agua sucia de la jofaina, tiren también al niño.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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