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Columna
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¿Dónde hay que ponerlas?

Se clausuraba un simposio sobre barreras arquitectónicas al que asistían alcaldes, concejales y funcionarios de diversos municipios de una comunidad autónoma de cuyo nombre no puedo dar fe, pues la anécdota que me propongo contar, seguramente falsa, me la han contado a mí, por lo menos dos veces, dos presuntos testigos que la ubicaron en dos lugares muy distintos.

Por una parte, un gracioso andaluz la situó con pelos, señales y giros dialécticos peculiares en Euskadi, mientras, por la otra, un vasco con chispa se la devolvió a Lepe redundando en el tópico.

Para escapar de pleitos, pondremos que el simposio se celebró en L, ciudad enclavada en la Comunidad de X.

Después de una semana intensiva de conferencias, mesas redondas y proyecciones de documentales relativos al tema, tras decenas de horas dedicadas a mostrar los problemas de movilidad de los discapacitados en los espacios urbanos y sus dificultades de acceso a edificios públicos o privados, el director del simposio abrió un turno de preguntas y se ofreció para aclarar dudas y dar explicaciones.

Hubo unos segundos de crispado silencio, interrumpido por discretos carraspeos, inquieto rebullir de cuerpos entumecidos y tímidos conatos de fuga, hasta que uno de los participantes, el alcalde de M (sustituya el lector la inicial por el nombre de la ciudad, villa o aldea de su desafección), levantó la mano, irguió el cuerpo, y alzó la voz para formular una pregunta que tal vez estuviera en la mente, que no en la lengua, de algunos de sus colegas: "A mí me ha parecido muy bien todo eso de las barreras arquitectónicas, pero lo que no me ha quedado muy claro es dónde hay que ponerlas".

Ha pasado un tiempo, una docena de años, por lo menos, desde que me contaron por primera vez el apócrifo chascarrillo, y en ese tiempo, gracias tal vez a simposios como el citado, los alcaldes, los concejales y los funcionarios han aprendido mucho sobre la colocación de barreras arquitectónicas, de óbices, cortapisas y valladares, como decían los humoristas Tip y Coll, obstáculos de carácter decorativo o utilitario, permanentes o esporádicos, que entorpecen el tránsito no sólo de las personas discapacitadas o valetudinarias, de las madres con carrito de bebé, o de la compra, de los niños inconscientes y de los peatones distraídos de cualquier edad o condición que circulan con el piloto automático, ciegos y abstraídos en sus cosas; no se ha diseñado todavía un gepeese para guiar a los viandantes por los laberintos urbanos plagados de innumerables, arteras y mutables trampas.

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Bolardos, barandillas y jardineras, rudos macetones muchas veces deshabitados y usados como ceniceros y papeleras, y pequeños alcorques que acogen raquíticos arbolillos, más disuasorios que ornamentales, plantados para reducir plazas de estacionamiento, postes con paneles informativos y quiosquillos afrancesados de reciclaje que camuflan rentables reclamos publicitarios, espantosos, y ostensibles contenedores de desechos no orgánicos seleccionados por cívicos ciudadanos que contribuyen a la mejora del medio ambiente al tiempo que facilitan el trabajo e incrementan los beneficios de la empresa concesionaria.

Y ello por no hablar de esos mentirosos termómetros insolados que en verano nos abruman y agobian con cifras espeluznantes.

En el mobiliario inmovilizante de Madrid, los únicos óbices, cortapisas y valladares que desaparecen son los bancos públicos, remanso de paseantes, corrillo de pensionistas, tertulia de mamás y niñeras, refugio de parejas al atardecer, y duro y austero lecho para los que duermen en ellos, por imperativo social, melopea paralizante, o conflicto familiar grave.

Para evitar este uso abusivo del mobiliario urbano, en tiempos del olvidado -e inolvidable- concejal Matanzo se instalaron rejas divisorias con afiladas púas en asientos y respaldos, contundentes burdas y peligrosas barreras arquitectónicas de probada eficacia y muy mala baba.

Los modales y los medios, aunque no los fines, han cambiado: la supresión, por ejemplo, de los bancos de la tan madrileña plaza de Tirso de Molina ha sido una medida de absoluta eficacia, ha terminado con los durmientes inquilinos de la noche y ha dejado a los visitantes diurnos, a las mamás, a los niños y a las niñeras, a los jubilados y a las comadres, a las parejas y a los paseantes fatigados, sin asiento, sin plaza.

A grandes males, peores remedios.

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