La matanza de Qana
Ese maniquí que huye despavorido por lo que hasta hace poco era una calle no necesita rostro para expresar su horror. Aun sin ojos, podemos ver el espanto en sus pupilas; aun sin boca, lleva la alarma dibujada en los labios; aun sin cabello, su melena se agita de un lado a otro con desesperación. Sus manos, también inexistentes, vuelan por delante de ella como dos pájaros asustados por el grito que sale de la garganta que no tiene. Quizá debajo del vestido no haya piernas ni pies, lo que no le impide correr con la tribulación que se observa en la imagen. El esfuerzo ha descolocado su vestido dejando al descubierto sus hombros -bellísimos, por cierto- y permitiéndonos adivinar el nacimiento de unos pechos que, aunque irreales (o quizá por eso), parecen perfectos.
Te metes en la cama, cierras los ojos y ves el maniquí con su vestido de novia atravesando tu cabeza
Agrietado y exhausto, ha logrado escapar de su escaparate penetrando en una dimensión de la realidad que no comprende (y nosotros, para decirlo todo, tampoco). Los perros, los gatos y las ratas, que conocen bien al ser humano, se protegen de los bombardeos con antelación porque nos ven llegar, nos huelen y se colocan el parche antes de la herida. Los objetos inanimados son los primeros en caer porque tienen un alma diminuta que no da para vivir en un estado de alerta permanente. De ahí que en los bombardeos sobrevivan tan pocos pisapapeles de cristal o tan pocas muñecas de porcelana. Los objetos caen como moscas. Las plumas estilográficas aparecen con el abdomen reventado; los colchones, con los muelles al aire; las novelas, con los personajes fuera de sitio. Muy pocos objetos son capaces de poner tierra por medio a tiempo. El caso del maniquí de la fotografía resulta excepcional, sobre todo porque huye por una calle que empieza en la realidad y acaba en nuestro pensamiento. Te metes en la cama, cierras los ojos, y ves el maniquí con su vestido de novia atravesando tu cabeza como una exhalación, como un fantasma. Si te has detenido más de medio minuto frente a una imagen como la que ilustra esta página, estás perdido. Se te aparecerá en sueños con el rostro que no tiene, con las manos de las que carece, con los labios que le faltan.
Quienes también caen como moscas en los bombardeos son las mujeres y los ancianos y los niños, ese conjunto al que llamamos población civil y que no por casualidad convive con los objetos inanimados. Nada, en tiempos de guerra (aunque también en los de paz), hay más cosificado que un niño, que un viejo, que una mujer. Se utilizan a modo de escudos, a modo de escarmiento, a modo de coartada. En Qana, la ciudad libanesa de la que procede el maniquí herido, el Ejército israelí se cargó certeramente un edificio en cuyo sótano habían buscado refugio unas 60 personas previamente cosificadas para que sirvieran de carne de cañón. Murieron prácticamente las 60. Treinta de ellas eran niños, algunos discapacitados. Cuando los servicios de rescate empezaron a remover los escombros, sus dientes, sueltos, aparecían junto a las plumas estilográficas destripadas y los pisapapeles rotos. Puros objetos inanimados, es decir, sin alma, al contrario que el maniquí que corre sin pies, piensa sin cabeza y se espanta sin manos.
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