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Crónica:CARTA DESDE BEIRUT
Crónica
Texto informativo con interpretación

El verano más triste de Líbano

Guillermo Altares

Cuando se despertó una mañana con Israel bombardeando el aeropuerto de Beirut, Líbano se preparaba para el verano del siglo, para recibir a dos millones de turistas (una barbaridad para un país de cuatro millones de habitantes). El Time Out Beirut de julio, que los hoteles todavía conservan prometía conciertos, festivales de verano, las mejores playas... Ahora, cuando parece que por fin llegan los prometidos cascos azules, el país se despierta de la pesadilla de la guerra en su verano más triste.

Todos los días L'Orient-Le jour, el excelente periódico francófono de Beirut, lleva en su primera página publicidad de restaurantes que anuncian su reapertura. Desde las joyerías hasta las franquicias de las grandes cadenas internacionales, han vuelto a abrir, igual que los comercios del centro histórico, machacado durante la guerra civil y convertido ahora en una especie de centro comercial al aire libre, kitsch pero con cierta gracia. En los barrios cristianos, como Ashrafieh, las tiendas nunca cerraron. Cuando todavía caían bombas sobre los suburbios chiíes del sur, era posible tomarse una cerveza en algunos garitos de la calle Monot.

Hasta los taxis, que cobraban precios desorbitados durante los bombardeos, han rebajado sus tarifas

Una vez más los libaneses han demostrado que tienen una capacidad increíble para recuperarse del desastre. Incluso en los pueblos arrasados del sur, como Bint Jbeil o Jiam, es casi imposible que el extranjero no sea invitado a un vaso de agua, un bien muy preciado, en una casa reventada. En Tiro, una de las ciudades del Mediterráneo que más historia clásica concentra, los libaneses han vuelto a lanzarse a las playas y al paseo marítimo. En las carreteras se puede circular con cierta normalidad. Hasta los taxis, que cobraban precios desorbitados durante el conflicto, han rebajado sus tarifas.

En todas partes falta algo: los turistas. Los grandes hoteles de Beirut, desiertos, ofrecen descuentos sustanciales a periodistas y trabajadores de ONG. Las tiendas de lujo, preparadas para recibir a los millonarios turistas del golfo Pérsico o a los emigrantes libaneses de vacaciones, ofrecen un aspecto desolador. Los grandes restaurantes no tienen clientes y, lo que es peor, tampoco los esperan.

En un chiringuito que ofrece bebidas y una carne dura, situado en Naqura, frente al cuartel general de los cascos azules, a unos cientos de metros de la frontera con Israel, la dueña rememora como tuvo que salir de su pueblo a causa de la guerra, en los años ochenta, y como montó su restaurante. No hace falta que explique que su negocio vivió tiempos mejores. Su esperanza se basa en la llegada de los refuerzos de tropas internacionales. Casi nadie confía en que vuelvan los turistas, en que Líbano sea un país "normal", sin guerras, ni bombardeos, ni desplazados. Pero, como si ignorasen su propia historia, lo que quiere decir sus propias vidas, los libaneses siguen adelante. Si hay un país que merezca un verano del siglo es sin duda éste.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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