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Los nuevos desafíos de México

Una de las peculiaridades de la atención internacional sobre el reciente proceso electoral mexicano ha sido que, por su explicable concentración en la coyuntura, se ha perdido de vista que, en buena medida, las razones puntuales del conflicto postelectoral tienen que ver de manera central con el agotamiento del régimen político presidencial y con la consecuente necesidad de una nueva ingeniería constitucional e institucional que facilite la consolidación de la democracia mexicana, así como con la urgencia de diseñar un modelo de desarrollo que ofrezca un piso común para una nación hoy tan dividida y crispada.

En efecto, la distribución del voto de 41 millones de ciudadanos refleja con claridad la fotografía de los "muchos Méxicos" que componen el país, y que viene desde el siglo XIX, pero, al mismo tiempo, abre una oportunidad para que tanto el nuevo gobierno como los principales actores políticos ayuden a construir un ambiente en donde las distintas fuerzas políticas, económicas y sociales encuentren condiciones propicias para los acuerdos fundamentales, y el cual no depende, al menos en primera instancia, de que repentinamente se alcance una razonable equidad -lo que en el mediano plazo es ciertamente uno de los elementos que galvanizan a una democracia joven-, sino de lograr por lo pronto coincidencias respecto de la agenda de políticas públicas más urgentes para México.

Pongamos las cosas de la siguiente manera. Los resultados electorales indican que, en todo el espectro partidista, ideológico y social, existen facciones radicales que expresan en efecto esa polarización: son las que sostienen posiciones irreconciliables acerca del papel del Estado, el lugar de México en el mundo o la economía de mercado, y, por razones muy diversas, es poco probable que cambien. Pero, al lado, conviven otras, dentro de cada partido y en una franja importante de la sociedad aspiracional, que están en favor de políticas liberales y abiertas para afrontar los problemas actuales, y son éstas, precisamente, las que pueden servir de bisagra entre los distintos ciudadanos que votaron por unos o por otros.

Por tanto, más que adoptar una política excluyente, al nuevo presidente no le quedará más opción que diseñar y ejecutar una agenda con un perfil reformista con la que los sectores situados en un centro amplio y moderado se identifiquen, trabajen en la búsqueda de consensos en los asuntos más urgentes -uno de los cuales es la inclusión social y económica del México rezagado-, neutralicen a los núcleos duros de cada formación y, al final del día, desde sus respectivas preferencias políticas, esas corrientes encuentren un espacio común en el que todos quepan y se sientan representados.

Como lo evidencian algunas experiencias de transiciones incipientes, éste es uno de los fundamentos esenciales de una democracia que funciona: que sus distintos componentes encuentren suficientes incentivos para actuar dentro -y no fuera- de las reglas del juego establecidas y en un marco de prioridades aceptado por la mayoría. En suma, en el aparente pasivo de tener a dos tercios del electorado en contra, el próximo presidente mexicano puede en realidad encontrar un fuerte estímulo para construir un liderazgo amplio, con sentido de Estado y más allá de la ortodoxia de las líneas partidistas.

El segundo desafío es tejer nuevas formas de relación política con el Congreso. Si bien los cambios estructurales al actual régimen político de México son indispensables -como por ejemplo introducir prácticas parlamentarias que brinden alojamiento político a los candidatos que pierden una elección, buscar fórmulas eficaces para ensamblar mayorías entre el Ejecutivo y el Legislativo, discutir la reelección consecutiva de legisladores o examinar la segunda vuelta electoral-, su concepción, discusión y acuerdo tomarán tiempo, quizá los tres años de la primera legislatura.

Pero, a la vez, el nuevo presidente se enfrentará a la presión de quienes esperan resultados a corto plazo. ¿Cómo resolver el dilema? ¿Cómo crear incentivos suficientes para evi-tar el maximalismo partidista y proceder gradualmente, mientras se logra una reforma del régimen político, con reformas puntuales en los aspectos críticos -crecimiento, competitividad, pobreza- que vayan satisfaciendo las expectativas de la gente, ensanchando el margen de maniobra para los cambios sistémicos, y articulando, en lo posible, los extremos del arco electoral? Veamos.

En caso de ser confirmado su triunfo por los tribunales, Felipe Calderón gobernará con un congreso en el que su partido, Acción Nacional (PAN), tiene una mayoría relativa y el 66% restante se distribuye entre otras siete formaciones, con las cuales -a excepción del Partido de la Revolución Democrática (PRD)- puede ser viable negociar si esos actores tienen ganancias políticas. Esta es una labor cuyo centro de gravedad está en el propio ejecutivo y no es una experiencia inédita en México. Tanto el Partido Revolucionario Institucional -que ahora será el partido bisagra en el congreso mexicano- como el PAN, cuando era oposición, han tenido en el pasado un largo entrenamiento en la materia, en especial cuando pactaron, por ejemplo, las últimas grandes reformas estructurales realizadas en México en la primera mitad de los años noventa.

Aun cuando la falta de una mayoría amplia introduce una debilidad instrumental relativa para el próximo ejecutivo, en realidad, en un régimen todavía presidencialista, no sólo es un vigoroso llamado para hacer política profesional y algo normal en democracia, sino también la evidencia más reciente de que una parte muy relevante de la arena política se ha movido ya del campo presidencial al terreno legislativo.

Calderón parece entenderlo así al insistir en que trabajará con el Congreso todo el tiempo, y el reto -para él y para todos los políticos mexicanos- es múltiple: negociar simultáneamente con partidos, gobernadores y legisladores; argumentar y persuadir con rigor, información y razones; hacer que las oposiciones también encuentren rentabilidad política en los arreglos, y actuar con una adecuada dosis de pragmatismo político y paciencia bíblica. A fin de cuentas, diría Bismarck, al que le gusten las salchichas y las leyes, que no vea cómo se hacen.

Finalmente, el tercer desafío es, sin duda, el más crucial: ¿qué programa y, en suma, qué país? La polarización de los votantes exhibe, en efecto, las graves desigualdades mexicanas, y tanto el siguiente Gobierno como el resto de los actores políticos saben que esta es la asignatura pendiente de mayor calado porque no hay gobernabilidad fuerte ni democracia sostenible sin progresos tangibles en el bienestar material de los ciudadanos.

Si, según documenta Adam Przeworski, es la riqueza y no la cultura lo que consolida la democracia, el objetivo para el nuevo Gobierno no es sólo tener un programa visionario, preciso y viable, y ejecutar políticas públicas efectivas que mejoren la calidad de vida de la sociedad, sino que también demuestre, con resultados concretos, que el modelo liberal, reformista y moderno por el que votó la mayoría de los mexicanos es un modelo que funciona.

Otto Granados, profesor de Relaciones Internacionales en el Instituto Tecnológico de Monterrey, ha sido portavoz de la Presidencia de México, gobernador de Aguascalientes y embajador de México en Chile.

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