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Consumo interno y realidad etérea

Uno de los fenómenos más curiosos de la deriva general del concepto de realidad en las sociedades antes abiertas y hoy cautivas está en el hecho de que nadie desmiente nada. Por pereza, fatalismo o convicción. Hablamos de ese sentido tradicional y lógico, tan anacrónico él, del desmentido como demostración palmaria de que una afirmación pretendidamente veraz es mentira. Hubo tiempos en los que se presuponía un acuerdo general entre gentes decentes por el que aquel que mintiera o difundiera datos falsos perjudiciales para otros sin poderlo demostrar podría quizás salir impune de un pleito pero nunca con el honor intacto. Hoy nadie recurre no ya a aquel solemne duelo de restauración de la dignidad mancillada. Por una mentira más, sobre la honorabilidad propia o conyugal, la profesional o la política, no acude ya a un kadi nadie que no busque publicidad o indemnización pecuniaria. Y quien calumnia sabe que expone una versión tan digna como la realidad misma.

Si hace unas semanas decenas de fotos del Líbano falsificadas, trucadas y perfumadas -emulando los coquetos maquillajes fotográficos de Bería- fueron distribuidas por la agencia de noticias de mayor prestigio del mundo, el escándalo fue muy menor. Lo que antes habría obligado a un humillante Canossa o, al menos, a decapitar a la cúpula de la agencia, sólo mereció la tibia disculpa y la cabeza de un fotógrafo local tramposo. Y si la muerte de 65 ancianos, mujeres y niños en un edificio bajo las bombas de aviones israelíes conmovió e indignó al mundo y multiplicó el clamor de aquellos que piden un escarmiento definitivo a Israel, cuando se supo que habían sido menos de la mitad los muertos, pocos lo recordaron.

Viene aquello a ser como la disputa sobre los manifestantes por metro cuadrado de las víctimas del terrorismo, la fuerza del viento al caerse el helicóptero español en Afganistán o el número de atentados contra cajeros automáticos en el País Vasco, los empresarios vascos y navarros que han pasado por caja de ETA durante el proceso, la cifra de encuentros y de meses de negociaciones entre socialistas y terroristas previos a las elecciones de marzo del 2004 o las hectáreas ardidas en Galicia. Allí hace unos días hubo gente que decía saber quiénes queman bosques y ahora se dicen acosados porque se les piden pruebas. Y no crean ustedes que están libres de sospecha quienes se declaran amedrentados o extorsionados por el terrorismo porque en ellos anida la inquina contra el proceso de la paz y la armonía. Nadie sabe si es más triste la cachaza sectaria de algunos para los que los hechos no son sino emociones intercambiables con todas las opciones no habidas pero preferibles por útiles o convenientes o la impotencia de otros para recuperar los criterios de la realidad. Abolidos los hechos, triunfa la opinión más pertinaz por grotesca que sea como en una partida de póquer de campeones del bluff.

No se trata a estas alturas de recurrir a obviedades como el lamento y la denuncia por esa gran víctima que es la verdad y no sólo de la guerra abierta en Oriente Próximo sino también de tiempos de paz nerviosa y temeraria. Se asegura por canales diplomáticos al Gobierno de Ehud Olmert que los insultos del PSOE a Israel son "para consumo interno". Se dice que los comunicados de ETA son para consumo interno, amenazas incluidas. Se da por seguro que los llamamientos del presidente de Irán para concluir la labor de Hitler son "para consumo interno". No hay mala conciencia a la hora de barajar verdades.

Los gobiernos con tanta manía de reinterpretar las manifestaciones de otros pueden caer en gestos tan conmovedores y, sin embargo, catastróficos como lanzar mensajes dedicados, éstos sí, al consumo interno que el resto del mundo se toma al pie de la letra. Véase la larga retahíla de mensajes reconfortantes y tranquilizadores lanzados por el Gobierno español sobre la inmigración y lo bien que lo hace. Las mafias y los gobiernos africanos -nadie sospeche connivencias- las han aceptado literalmente. Como todos los africanos, balcánicos y asiáticos que quieren poner pie en Europa. No reinterpretan. Ellos -en cayuco, aeroplano o autobús- creen realmente al Gobierno español cuando dice que la inmigración está controlada.

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