Estafa
Francamente, no fue lo que yo esperaba. No es que a esa edad una tenga ideas muy precisas de la vida, pero sí tiene ciertas expectativas. Para más inri, cuanto más la celebraban los adultos a mi alrededor, más vergüenza me daba que me vieran de esa guisa. La foto se convirtió así en la prueba fehaciente de que la relación adulto-niño no iba a ningún lado.
Aquel día había empezado del mejor modo posible. Todo cuadraba.
No había ido a la escuela, me habían llevado a un lugar de adultos donde mi padre trabajaba. Por fin iba a descubrir en qué consistía su trabajo, "producir películas". Un oficio extraño: ¿qué hace toda esa gente que mira sin hacer nada? Me habían puesto un precioso tutú negro, un color impropio de niños, serio, importante. ¡Hasta era de mi tamaño! Cuando eres pequeña, las cosas no son siempre de tu talla. Unas veces te quedan grandes, una herencia de un hermano mayor, o una madre previsora que quiere que el abrigo dure varias temporadas. Otras veces las prendas se quedaron canijas, diste el estirón. Luego, sentada en una butaca bajo muchas luces, unas señoras me habían dicho que tenía unos párpados tan amplios que de mayor iba a necesitar kilos de pintura y una brocha gorda para pintarme los ojos. Este concepto no lo entendí mucho. ¿Sería bueno o sería malo? Me rondó la cabeza unos cuantos años. Por suerte, si me miraba al espejo, éste contradecía las malévolas risitas de las maquilladoras, yo tenía ojos normales. Quizá aquellas adultas estuvieran de guasa, quizá tuviesen una deuda pendiente con mi padre (¿les pagaría poco?) que se cobraban a través de mí. Eso a veces ocurre de niños.
Tras intervenir como pequeña actriz o figurante sin frase en una escena de la que no recuerdo nada, sobre todo porque la cortaron de la película (como ven, ser la hija del productor no te garantiza el salto a la fama, como muchos malpensados creen), el foto-fija de la película propuso hacerme una foto. O quizá lo solicitara mi propia madre. "¿Podemos hacerle una foto a la niña? Está tan mona...". Ya saben lo que pasa con los hijos, no los vemos como otros, sino como nosotros mismos, meras extensiones de los padres, como un brazo, una pierna, sucursales de la casa central. "Mirad qué rica es ella, -qué rica soy yo-". Es una idea muy loca, pero tan atractiva...
Le advertí a aquel adulto que me invitaba a posar como bailarina de que yo no había pisado jamás en mi corta vida una clase de ballet, pero el adulto me dijo no pasa nada, haz lo que te salga, lo que tú hagas está bien, te aceptamos como eres. Yo me puse como unas castañuelas (la cara es de contenta, ¿no?).
Bien, superé la inicial timidez y me animé a posar. Al niño no suele gustarle que lo miren por dentro. El niño tiene un montón de secretos. Al cabo del día, casi todo lo que sueña, tiene, desea, está prohibido o limitado. Pero hoy era diferente, así que me presté, con la inocencia que todos (salvo las/los modelos) conservaremos siempre delante de un fotógrafo profesional. Hoy veo a políticos, empresarios, ministros, curas, premios Nobel, directores de orquesta, cirujanos, jueces, militares, cocineros adoptar las poses más insólitas ante un retratista. Es como que el cerebro se te paraliza, igual que a los conejos deslumbrados en la carretera, y ya sólo obedeces al flautista de Hammelin, rezando mucho, eso sí, cuando el tipo se marcha y te vuelve el riego al córtex para que la cosa no resulte tan ridícula, impresa como la recuerdas ahora.
Cuando te hacen una foto tienes que confiar. Tú no entiendes de eso, el que sabe es el que mira, un extraño que asegura querer sacar lo mejor de ti. Eres mirado muy atentamente, muy de cerca por ese Merlín que borrará tus defectos, los hará encantadores. Te convertirá en lo que siempre deseaste ser. Mágicamente. Tu bello interior, ese que casi nunca puedes mostrar, pero que está ahí, saldrá fuera y, como en un sueño, todos te verán tal cual eres de verdad. Te amarán por fin, apenas con un clic o dos, tres máximo, gracias a ese médium, ese desconocido que ahora te mira, el retratista.
Te observa largo rato. Nadie te ha mirado nunca tanto. ¡Ni tu madre! Al menos desde que dejaste de ser bebé. ¡Ni el médico! ¡Ni la maestra! Él te mira de verdad. Te intimida y te gusta también, porque lo mejor es que no quiere otra cosa que ayudarte a brillar con esplendor. Ni siquiera el amante hará eso. Como la madre, tu futuro amor siempre buscará un beneficio, un pago extra a cambio de la mirada detenida. Pero esta vez no. Ésta es una atención tan pura y altruista como la de una monja misionera, si lo piensas. Y yo lo pensé. Pero relájate, si te relajas todo saldrá bien, dice el fotógrafo. Y te relajas. No puedes resistirte. Y te entregas a él, vulnerable, abierta, casi agradecida. Hipnotizada.
A cada lado del objetivo, imagino a mi madre y mi padre animándome. Intuyo un gesto de ella, muy pequeño, cuando se acercaba por detrás Jorge, ese ogro amigo. Una madre siempre protege a su prole, aunque sea de una amenaza de pega. Pero mi padre la detuvo, imperceptible también. Ah, la foto. El resultado valdría la pena, le comunicó él con un gesto tranquilizador y callado, suave su mano sobre la de ella.
Clic. Disparo. Y días después, el resultado, uno de los mayores fiascos de mi vida. ¡Cuánto me enfadé! ¡Me habían engañado! ¡Y cómo! Era pequeña, pero tenía gran capacidad de enfado. "Genio" lo llamaba mi madre. Los niños contienen mucha ira dentro. Los adultos se la van domando. Hay que enterrarla, la ira. Pero la ira entraña tantas cosas, se saca todo con ella, liado, enmarañado... En mi casa se estilaba enfadarse o reírse. A elegir. Llorar y eso, menos. Yo el día que vi esta foto no logré domar la rabia. Yo había creído la promesa que me hiciera el mago del obturador: serás digna, estarás favorecida, alegre. Protagonista serás, seguro. Pero, como ustedes pueden comprobar, ni mi esfuerzo por bailar sin saber, ni mi arriesgado exhibicionismo fueron recompensados.
Ay... todavía duele. Era claro: el mundo de los adultos era un mundo proceloso, de engaños. Sólo había un tipo de adultos con los que podías estar tranquila y segura, los abuelos. Nótese que los abuelos, al menos los de entonces, no tenían cámara. Dice Susan Sontag, en su famoso ensayo sobre la fotografía, algo así como que la moderna obsesión por fotografiar nos hace menos buenos, nos hace no estar. Vaya, al menos así recuerdo yo el libro. Lo leí hace mucho, que me perdonen Dios y Susan Sontag. Pero es cierto. Los abuelos no engañaban, los abuelos no fotografiaban. Se vinculaban, sus fotos estaban hechas con palabras y con voces. Otras voces.
A mí, no sé si como fruto de esta traumática experiencia, me apasiona ver retratos. Principalmente pinturas. Y a veces veo algunos reyes que han salido horrendos, miserables. Retratos de Goya, sin ir más lejos. Y primero me asombro, ¿pero cómo es posible?, ¿cómo logró engañarlos? ¡y lo colgaron en el salón! Pero entonces me acuerdo de este mi retrato. Claro, los monarcas también estaban hipnotizados.
Moraleja. Ahora que estamos en verano y hay tanta cámara rondando, desconfíen siempre del retratista. Tengo dos buenos amigos fotógrafos. Sé de lo que hablo. Me dan miedo.
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