Pulpo seco del sur
Solemos asombrarnos con la antigüedad de los productos que comentamos; con su procedencia; con la ruta que siguieron para dar con sus carnes o sus huesos entre nosotros; y de forma casi rutinaria -por lo habitual- nos inclinamos hacia donde decían se situaba el Paraíso Terrenal, allá por donde el Eúfrates y el Tigris bañaban la tierra y permitían que floreciesen las peras y las manzanas, los ciruelos y los nísperos.
¿Y la edad? Pues, sobre los cinco mil, los cuatro mil años, que no es ligera cifra para una especie.
Mas en el caso del pulpo logramos batir todas las marcas. Los antecesores del que nosotros pretendemos secar y comer tienen, a lo menos, 500 millones de años, y no provienen de ninguna tierra conocida porque de eso no había: todo era agua y confusión. Glaciación tras glaciación, los primitivos artrópodos llegaron a cefalópodos, aunque dejaron en el camino a muchos compañeros, como sucedió hace 65 millones de años, en que además de desaparecer los dinosaurios, dejó huérfanos a muchos cefalópodos, aunque no a los coleoideos, del que desciende en línea directa nuestro amigo el pulpo.
Bien, pues capturado el animal y conocidos sus antecedentes, debemos proceder a comerlo. Y aquí las culturas nos distinguen: cocidos, guisados, con cebolla o pimentón, se comen en otros mundos; pero puesto a secar al sol, con sus patas extendidas y sus carnes separadas -mediante una caña- sólo en las tierras del sur. En aquellas donde el calor hace posible la curación del animal -aunque esté muerto- en beneficio de los curanderos y sus amigos.
Ya seco, se arrima a la llama o se acerca a la brasa, para que sus carnes se oscurezcan y caramelicen -como enseñaba el doctor Maillard- y fruto de ese cambio de color se produzca el de sabor, haciéndose ostensibles los azúcares que permanecían ocultos en sus patas.
Después de la química, no hay mucho que pensar: se cortan los tentáculos en finísimas rodajas, se depositan en un plato y se produce el aliño, con unas gotas de limón y un generoso chorro del mejor aceite de oliva, para que después de comido el protagonista del festín aún podamos navegar, con ligeras naves de pan, por las procelosas esencias que han formado -en su conjunción- el aceite sobrante y las mínimas y negras partículas del animal que los discípulos de Maillard produjeron con su fuego.
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