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NUESTROS CLÁSICOS

Langostinos de Vinaròs

El Duque de Vêndome, al que habíamos curado con las aguas de Benassal, se suicidó en Vinaròs con el impar método de la ingesta desmesurada de langostinos.

Hoy no sería posible poner fin a la vida de esta soberbia manera. Los langostinos que se recogen en nuestras costas no dan ni para una inocente indigestión, y los sucedáneos, traídos de los manglares del otro lado del mundo, no justifican de ninguna manera ni un pequeño dolor de estómago.

Si ha habido un mito entre los productos gastronómicos de nuestra tierra, ése ha sido el langostino de Vinaròs. No sólo por su sabor, por las finas carnes o la suave textura que las mismas muestran; ni por la sal de su corteza y el contraste que produce con su cola -cuando se introducen juntas en la boca, o en el momento en que le quitamos la piel, cuando flota en el aire un punto de fragancia a mar dulce-, sino por su inaccesibilidad, por su precio, por estar destinados a los grandes personajes o los impares festines. Nuestra posguerra está llena de películas donde orondos caballeros y elegantes señoritas degustan, en un restaurante imposible e inexistente en la España de ayer -de cine-, un lujo de langostinos, y después, rematan en una boîte la noche de ensueño.

Los cines se llenaban, y a la salida había que soñar con el dichoso langostino; por eso, nada más que los ultracongelados hicieron su aparición en el mercado, la dicha del consumidor fue manifiesta y el objeto de deseo iluminó la mesa en las señaladas celebraciones y fiestas, sobre todo en la Navidad.

Pero no es lo mismo, ni parecido. Los modelos tigre y banana, venidos de África, o los marfil de cola azul, de Suramérica, o los centroamericanos, asiáticos o australianos, tienen en su sabor un punto a plástico que solo es posible superar adhiriéndolos a una mayonesa industrial.

Sin embargo, a los que se capturan en Vinaròs, no es preciso que un artista cocinero como Michel Bras los rodee de borraja azul -según proclama- ni que otro de los dioses del Olimpo como Escoffier los mezclase, como en él era habitual, con las trufas. La mejor fórmula para guisarlos nos la proporciona Ángel Muro en su libro El Practicón: "Los langostinos, dígalo quien lo diga, no tienen más que una preparación culinaria: cocerlos en firme en agua...".

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