El caos entre dos silencios
Samuel Beckett nació un Viernes Santo y murió el día de Navidad: así comienza su leyenda, potenciada además por su encogimiento de hombros ante el caos. Era muy alto, muy flaco, con el perfil de ave rapaz, la nariz recta y poderosa, los ojos muy azules, casi de hielo, el rostro modelado con sólo tres hachazos. Aun hoy, las arrugas labradas que en las fotografías se le ven bajar por las mejillas hasta el filo de la boca tienen una lectura inseparable de su obra. Un día, ya viejo, le vi salir del café Deux Magots y cruzar por el paso de peatones el bulevar Saint Germain, en París. Es Samuel Beckett, me dijo alguien. Iba solo, llevaba una pelliza de borrego y tenía el aire de uno de aquellos profetas que en el desierto se alimentaban de langostas y saltamontes; también parecía un bronce del escultor Giacometti, uno de sus caminantes metafísicos. Le seguí con la mirada hasta que el hombre, con el Premio Nobel a cuestas, se metió en un Citroën 2CV y desapareció por la primera esquina.
Joyce le dio este consejo: estéticamente tiene el mismo valor la caída del ángel que la caída de una hoja
Samuel Beckett había nacido en Foxrock, al sur de Dublín, el 13 de abril de 1906, vástago de una familia irlandesa de clase media. Había cursado estudios en Portora Royal School y luego en el Trinity College, donde empezó a interesarse por la literatura y a escribir poemas y relatos no exentos de pedantería juvenil. "Si me quedo en Dublín no seré sino un borracho más, un poeta ante una pinta de cerveza en el pub", se dijo un día. Por eso, en 1926 viajó a París con la única obsesión de conocer a James Joyce. Sabía que el autor del Ulyses solía merodear por la librería Shakespeare & Co., por donde vagaban también otros escritores perdidos, Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, amamantados con alcohol por la americana Sylvia Beach. Un amigo poeta, Thomas McGreevy, también irlandés, se lo presentó y desde ese momento comenzó a formar parte de su círculo.
El talento de Joyce anulaba el que pudieran tener sus discípulos, a quienes regalaba corbatas a cambio de que le leyeran fragmentos de la Divina Comedia cuando estaba casi ciego. Beckett desarrolló con el maestro un amor precavido, a veces muy cerca del odio, porque sabía que era peligroso permanecer mucho tiempo al lado de un genio, con una traba añadida: Lucia, la hija de Joyce, una chica muy inestable y convulsa, se había enamorado de él. "Vengo a ver a tu padre, no a ti", le decía, y a partir de ahí comenzaba la tormenta, hasta que un día se vio obligado a dejar de visitar la casa. No consta que Joyce le regalara a su devoto Samuel ninguna corbata, pero le dio este consejo: estéticamente tiene el mismo valor la caída del ángel que la caída de una hoja.
Beckett vivía con Suzanne Deschevaux, siete años mayor que él, con la que se casaría en 1961. En su apartamento del bulevar Saint Jacques no había sillas ni cuadros, ni más enseres que el propio vacío. Allí Suzanne cosía y daba clases de piano para alimentarlo, pero Beckett también era una gran máquina de amar mujeres. Tuvo muchas amantes. La más conocida fue Peggy Guggenheim, quien le creía un escritor frustrado, pero muy atractivo a causa de su rareza, un tipo siempre imprevisible, que se pasaba toda la mañana en su cama sin hacer nada. Cuando un día esta judía millonaria se lo reprochó, él le dijo que se dedicara a comprar pintura y que le dejara en paz. Entonces a Beckett comenzaron a salirle unos granos en el cuello y, creyendo que era cáncer, se puso a escribir como si braceara con la máxima furia contra la muerte. Arrástrate por el polvo, pero hazlo luchando.
Durante el periodo de 1947 a 1949, poseído por una intensa fiebre literaria, publicó la trilogía Mollooy, Malone muere y El Innombrable. Pero la fama le llegó el 5 de enero de 1953 cuando estrenó en el pequeño teatro Babylone, en el bulevar Raspail, la obra Esperando a Godot. A partir de ese éxito comenzó a huir, y su huida alcanzó la máxima representación cuando en 1969 se le concedió el Premio Nobel de Literatura. Recibió la noticia en Tánger y después de dar las gracias dijo: "¡Qué catástrofe!", y se perdió por el norte de África.
Beckett sólo tenía dos certezas: que había nacido y que tenía que morir. La vida es un baile absurdo que sucede entre esos dos silencios, y él se veía impulsado a contárselo a alguien. Sabía que todo está dicho y que sólo la forma estructura el caos. Si el sol sale todos los días es porque no tiene otra alternativa.
Tocaba el piano, jugaba al billar; sólo algunas tardes se le veía con el escultor Giacometti en algún café de Montparnasse, ambos callados, comiendo patatas fritas, intercambiándose ideas monosilábicas sobre su trabajo hasta sumergirse en un silencio de piedra. Un día, al doblar una esquina, Beckett fue acuchillado por un vagabundo cuya navaja se detuvo a dos centímetros de su corazón. Cuando salió del hospital visitó en la cárcel a su agresor y le hizo una sola pregunta:
-¿Por qué?
-No lo sé -contestó el vagabundo.
A partir de la obra que lo coronó como rey del absurdo, la crítica se ha preguntado quién es ese Godot, al que todo el mundo espera, que va a venir y no llega. Dicen que es Dios, o la belleza, o el propio Beckett, pero él afirmó que si lo supiera lo habría escrito. Algunos creían que era un ciclista, que se hizo muy famoso en Francia, porque siempre llegaba fuera de control a la meta. El público esperaba verlo pasar el último y a veces ni siquiera llegaba. El ciclista se llamaba Godeau. Un día, Beckett iba en avión de París a Dublín a visitar a su madre muy enferma y oyó que el sobrecargo decía: les habló en nombre del comandante Godot. Beckett quiso tirarse del avión en marcha.
Nihilista, cristiano alegórico, escribía lo que tenía en la sangre, no en el intelecto, entre la impotencia y la ignorancia, con un humor poético deslumbrante, sin sentido, como la hoja del cuchillo que estuvo a punto de matarle.
"Cliente. Dios es capaz de hacer el mundo en seis días y usted no es capaz de hacer un pantalón en seis meses".
"Sastre. Pero, señor, mire el mundo y mire su pantalón".
Si el día en que lo vi en París hubiera tenido el valor de abordarlo, no le habría preguntado por Godot, sino por el sastre que le había cosido la pelliza de borrego tan elegante.
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