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Crónica:POSTALES DE VERANO | Castellfort
Crónica
Texto informativo con interpretación

Huellas de Dios

Ahora que ya es un lugar común glosar la ausencia de Dios, es agradable visitar esos lugares donde el Todopoderoso ha dejado sin duda su propia huella. Dios no estuvo en Auschwitz, eso lo dijo Ratzinger. Tampoco estuvo en la línea 1 del metro de Valencia, y eso lo repitió García-Gasco, nuestro arzobispo, que es como Mariano Rajoy pero sin barba. En general, Dios abomina de los lugares muy concurridos, así que no hay que confiar en que estuviera, tampoco, en la visita del Papa a la Ciudad de las Ciencias y de los Prodigios. Ese día Benedicto XVI tuvo que conformarse, por todo alimento celestial, con tres litros de horchata, si es que se produjo el milagro de que sus precarias propiedades no sucumbieran durante el retorno a Roma.

Hay que acrecarse a Castellfort a comerse una coca de manzana en la panadería

Mucho más hacia el cielo, a mil ciento ochenta metros de altitud, Castellfort (Els Ports) dormita suspendido frente al abismo, pero en un lugar como este el silencio de Dios se confunde con el masticar lento aunque inexorable de las cabras, y el milagro de los panes y los peces sólo es concebible si todo lo que hay que repartir son piedras mondas y lirondas.

Hay que acercarse una tarde a la ermita de Sant Pere, en las afueras del pueblo, para aprender el lenguaje de la desolación y el de la belleza. En un país donde las iglesias son una delicia o bien un horror -sin apenas término medio-, las ermitas guardan algo de ese silencio mineral con que se alimentan los ermitaños de sí mismos, y ante el que los turistas caen prosternados, como si una presencia de ultratumba les hubiera revelado el sentido de toda una vida de buscar un lugar sin chiringuitos ni vomitonas de sangría.

Esta ermita tiene la belleza de la piedra pura, la tosquedad espiritual del románico y la ingenuidad aérea del gótico, pero sólo es única porque entre sus paredes, de pie en su suelo de cantos rodados, Dios nos recita una melopea que se confunde, para los más cultos, con alguna canción de Leonard Cohen. Si el peregrino es capaz de escuchar esa extraña sonsonia, entonces puede estar en condiciones de entenderlo todo. El único peligro, sin embargo, es que pronto ese murmullo sagrado se verá interferido por el chasquido de las aspas de los gigantescos molinos de viento que algún poder diabólico ha erigido a sólo un kilómetro de Sant Pere, como desafiando el poder celestial.

En Castellfort tienen un sistema curioso de elegir alcalde. Los vecinos seleccionan, entre ellos, al más dotado, y cuando tienen un firme candidato deciden por qué partido se presentará. El veredicto nunca falla, porque siempre eligen al caballo ganador. Este sistema podría parecer una perversión democrática, pero en realidad es la constatación más palmaria de que en un pueblo como este, antes que cualquier filosofía está la obligación ineludible de dar de comer.

Hay que acercarse a Castellfort a comerse una coca de manzana en la única panadería del pueblo -donde también se nos informará con gusto de cualquier circunstancia local que merezca ser consignada-, darse luego un garbeo por el término y acordarse de Dios sólo con la barriga llena, que es lo único que evita las más terribles decepciones.

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