El agosto de los inmigrantes
Valencia pierde su aspecto desértico del 15 de agosto por los trabajadores extranjeros sin dinero para viajar
El 15 de agosto siempre ha sido un día crítico en Valencia. El pulso de la ciudad comienza a decaer a principios de mes, disminuye a lo largo de dos semanas y llega tan débil al día de la Asunción que parece que se va a detener.
La cosa, sin embargo, está cambiando. En las calles hay menos gente, cierto, pero no están desiertas. Y las plazas, los parques y los autobuses urbanos se llenan de gente como Zulen Gómez, Gabriel, Joy, Darvison, su mujer, Carol y su hijo Bryan. Inmigrantes que viven en Valencia y no tienen dinero, o prefieren no gastarlo en hoteles, apartamentos o segundas residencias. Que no viajan, lo cual no significa que no sean felices.
Gente como María, venezolana, de 30 años, que ayer charlaba con unos amigos en una terraza de la Font de Sant Lluís. "Estaba en casa y me he venido aquí, a tomar una cervecita". María lleva seis años viviendo en Alfafar, trabajando en un almacén, y decía que este no, pero que el año que viene por fin pasará el mes de agosto en su país. En el tiempo que lleva en España, María sólo ha hecho una escapada. A Murcia, tres días con su compañera de piso.
"Aquí venimos casi todos a trabajar", continuaba, en un campo de futbito situado enfrente de la terraza de María, Gabriel, boliviano, empleado en la construcción. "Y hasta ahora no se ha dado la ocasión de ir a ningún lado. Pero si se da la ocasión iremos". Gabriel esperaba para entrar al campo. Un partido de seis contra seis en el que los jugadores iban rotando. Desde la banda seguían el juego, y sobre todo hablaban entre ellas, un grupo de unas 15 mujeres, de todas las edades. "Pero uno se lo pasa bien en agosto en Valencia", continuaba Gabriel, "venimos aquí con los tíos, los hermanos, las mujeres, las hijas. La mayoría somos bolivianos. De vez en cuando hay de Ecuador, de Colombia o de tantos países que hay aquí. Y por la tarde vamos a tomar un cafecillo. Por la noche tomamos alguna bebida... Se pasa bien".
En vacaciones los inmigrantes se juntan, visitan a familiares y amigos, aprovechan para descansar, dormir y recorrer una ciudad a la que le cambia la cara y que resulta menos agresiva. "Me gusta estos días porque se queda tranquila. Sin mucho ruido, porque en esta calle siempre hay muchos coches", comenta Zulen Gómez, también boliviana, de 18 años, que trabaja cuidando niños, a la puerta de su casa, en la calle de Cuba, en el barrio de Russafa. Enfrente de la vivienda de Zulen, en la esquina con la calle del Pintor Gisbert, está el bar Pollos Asados Ju Xing, regentado por dos mujeres chinas. Si alguien quiere ver en directo lo que significa el mestizaje, no tiene más que acercarse, pedir algo y observar a la clientela, formada por ecuatorianos, bolivianos, marroquíes, argelinos, vecinos autóctonos y, por supuesto, chinos. "Y aunque no te vayas uno la disfruta. Yo me voy a pasear, me voy a bailar... Nos juntamos las primas y los amigos y nos vamos a la playa", añadía Zulen.
Valencia ofrece una ventaja de ocio gratuito; se puede ir a la playa sin salir de la ciudad. En los restaurantes del paseo marítimo el plato de paella no baja de nueve euros, así que parejas como Darvison, de 24 años, Carol, de 21 y su hijo Brian, de dos, han revitalizado la costumbre de ir a la playa cargados con la sombrilla, las toallas y la fiambrera. Mirando en su interior podría decirse que son de Ecuador. Dentro suele haber "seco de pollo, estofado de cerdo o un arroz parecido a lo que aquí llaman marinero".
"Valencia tiene sitios muy guapos", continúa Brian, "tiene muy buenas playas, las Artes y las Ciencias, los parques, el río, los centros comerciales". Los dos recuerdan la primera vez que vieron las rebajas. Se quedaron de piedra. "Porque en Ecuador todo el año son los mismos precios. Y esto está muy bien. Así que siempre que están las rebajas salimos todos los fines de semana a los centros comerciales, a ver qué es lo que hay por ahí".
Muchos inmigrantes mantienen el pulso de la ciudad durante sus vacaciones. Y también los hay que la hacen seguir funcionando. Como Hugo, de 24 años, colombiano, que ayer, 15 de agosto, trabajaba en la reforma de una tienda de ropa en la calle de Colón. O como Joy, nigeriana, que esperaba el autobús para ir a trabajar a L'Oceanogràfic. "Aún no me ha llegado el tiempo de tener vacaciones", comentaba. ¿Y cuándo fue la última vez que las tuvo? "No sé, hace como tres años".
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