Moscú, de plaza a centro comercial
Moscú es un entorno de contrastes donde se amalgaman, sin fundirse, los fragmentos de un imperio que en parte fue Europa, y en parte, Asia. Más que una ciudad, la capital de Rusia es un campo de batalla en cuyas trincheras lo viejo, lo nuevo, lo autóctono y lo forastero libran feroces combates. Un buen emplazamiento para contemplar esta guerra de múltiples frentes es la estación de Kiev. Junto a esta terminal ferroviaria, adonde llegan los trenes procedentes de Ucrania y de Moldavia, había en época de la URSS una plaza con sus bancos y sus jardines. Hoy, la plaza entera es un solar en construcción donde se están dando los últimos toques a un monstruo con aspecto de central nuclear. Su promotora, Plaza de Kiev, Sociedad Limitada, desafía a los moscovitas con el nombre del espacio que les ha escamoteado para construir un centro comercial de 180.000 metros cuadrados de alto valor inmobiliario.
Moscú es un campo de batalla en cuyas trincheras lo viejo, lo nuevo, lo forastero y lo autóctono libran feroces combates
El monstruo que se apoderó de la plaza ha ido creciendo a la vista de todos y, ahora que está casi terminado, el Servicio Federal de Protección de la Naturaleza ha puesto el grito en el cielo porque, según alega, la obra se ha levantado sobre una zona de aguas subterráneas protegidas y podría ocurrir un derrumbe con consecuencias para los túneles del metro vecino, e incluso hay quien dice que para el sistema subterráneo y secreto de transporte de la época de Stalin, que une el Kremlin con emplazamientos estratégicos.
Mientras la Plaza de Kiev, Sociedad Limitada, a todas luces favorecida por el Ayuntamiento de Moscú, y los funcionarios estatales dirimen sus querellas, en los alrededores del monstruo, los salones de máquinas tragaperras y las oficinas de cambio, que han caracterizado este paisaje durante la transición poscomunista, apuran sus beneficios antes de ser arrasados por las excavadoras. Frente a ellos pasean las pitonisas moldavas, los vendedores de esturión congelado del Caspio y las mujeres del Cáucaso, que ofrecen limones o quesos. En las verjas que rodean al monstruo cuelgan los pequeños anuncios. La mayoría son ofertas de empadronamiento (supuestamente legal), un requisito obligado para residir y trabajar en esta ciudad, cuyo alcalde ignora el derecho constitucional de sus conciudadanos a elegir libremente su domicilio. También se ofrecen habitaciones a partir de 1.000 rublos al mes (unos 30 euros), es decir, catre en espacio compartido con otros de esos emigrantes que llegan a Moscú desde los confines del ex imperio para trabajar en obras como ésta. Frente a la estación de Kiev, los policías confiscan el perejil a los vendedores ilegales y reclaman la documentación a los peatones de tez cetrina, siempre en peligro de ser detenidos como sospechosos de terrorismo.
El monstruo se llamará Centro Comercial Europeo y, con él, Occidente, interpretado por la élite municipal, proyectará su sombra sobre la estación y desplazará estas batallas a entornos más periféricos.
El Ayuntamiento de Moscú acaba de anunciar una campaña de 22,5 millones de euros para promocionar la imagen de la ciudad en el extranjero.
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