'Love Will Tear Us Apart'
El pasado festival de otoño pudimos ver Dog Face con la firma de Quantum Theatre, una versión explosiva, trepidante y vitalísima de The Changeling, de Middleton & Rowley, ambientada en un campamento de roulottes y gobernada por una gramola Wurlitzer desgranando viejas baladas country de amor y perdición. La puesta en escena de Declan Donnellan y Cheek By Jowl, presentada en Almagro, el Mercat y el Español, es todo lo contrario: seca, austera, oscurísima y sacramental, pero igualmente extraordinaria. Si Dog Face era casi una novela de James Cain (El cartero siempre llama dos veces), la visión de Donnellan se acerca, en su salvajismo trágico, al James Hadley Chase de No hay orquídeas para miss Blandish, que es como decir al Santuario de Faulkner. Si Dog Face fuera una canción, sería Folsom Prison Blues, de Johnny Cash. El himno de este nuevo montaje podría ser Love Will Tear Us Apart de Joy Division: el amor nos desgarrará.
La relectura de Donnellan es muy jacobina -Middleton era un puritano fascinado por la suculencia del mal- y también muy calderoniana: tiene mucho que ver con sus primeros montajes de Cheek, como The Doctor of Honour y con su anterior clásico áureo, La duquesa de Malfi, de Webster, especialmente en lo que respecta a la atracción perversa entre la Duquesa y el temible Bosola, aquí reencarnados, como en un espejo invertido, en De Flores y la virgen asesina Beatrice Joanna. El esquema de The Changeling es puro film noir: una falsa ingenua seduce a un falso infeliz para que elimine el obstáculo que le impide casarse con un falso héroe. Beatrice-Joanna (Olivia Williams), que siente hacia su sirviente, el monstruoso De Flores (Will Keen), una mezcla de horror y fascinación, le ofrece oro, pero el perro quiere sexo. El galán Alsemero (Tom Hiddleston) resultará ser un celoso psicópata obsesionado por la virginidad de su dama. La falsa ingenua, que ha hecho matar a su pretendiente oficial, Piraquo (Laurence Spellman), se ha revolcado en el fango con De Flores, por lo que su sirvienta Diaphanta, otra falsa ingenua (Jennifer Kidd), la sustituye en el lecho y también habrá que eliminarla. La espiral sólo se detendrá con la muerte de los amantes malditos.
Donnellan ha tomado una decisión inusual: incorporar la "trama cómica" firmada por Rowley, que siempre suele mutilarse. A la manera de Shakespeare, es un contrapunto literalmente paralelo, una variación grotesca de la historia central, sólo que aquí el juego de espejos está encapsulado para reforzar el concepto de un universo de falsos cuerdos y locos aparentes. Su estructura es una pesadilla que se muerde la cola: la historia "principal" de De Flores y Beatrice-Joanna se representa casi en tinieblas, como un mal sueño; la farsa "lateral" de los cuerdos que se fingen locos para poseer a la encarcelada y lúbrica esposa del director del manicomio está bañada en una claridad sin sombras. Donnellan enfrenta los espejos haciendo que los actores doblen sus personajes, hasta que ambos relatos se anudan en un baile desesperado que remite a las medievales danzas de la muerte. La locura y el desequilibrio, temático y estructural, son los verdaderos centros de esta obra desde su mismo título: Changeling significa intercambio, y alude a la escena de Diaphanta, pero también indica una enfermedad del espíritu que define a alguien "esencialmente cambiante, impredecible, sobre todo para sí mismo". Changeling es Beatrice-Joanna, la turbulenta Olivia Williams, fingiendo virtud y golpeando como una perra en celo la puerta tras la que Diaphanta aúlla de placer, y, sobre todo, De Flores, que el magnético Will Keen interpreta a la manera de John Malkovich, convirtiendo a ese sicario despiadado en una suerte de santo criminal, casi un personaje de Genet. Más que un monstruo de fealdad, como pide el texto, Will Keen se diría un beau tenebreux comido por la sarna de una pasión que ha infectado su cuerpo porque no encontraba salida. Su gran escena es la coreografía de la violación, donde el perfil de funcionario impecable se rompe para dejar escapar a la bestia que cercará y atrapará a su anhelante presa.
La iluminación tenebrista de Judith Greenwood aísla y atrapa a cada personaje en un charco de luz sucia: es la primera vez que veo a unos actores conectarse con tanta intensidad y a tanta distancia. El espacio de Nick Ormerod, que reproduce con minuciosidad maniática la sala de ensayos del grupo, es tan sorprendente como adecuado. Los actores entran llevando unas sillas rojas, se sientan, y sin más preámbulos nos encontramos en la catedral de Alicante, donde Alsemero perderá la cabeza por Beatrice-Joanna. Luego, la conjunción de tiniebla y desnudez escénica establecerá un territorio abstracto, la caverna sin límites del inconsciente expandido, una marea pringosa de la que nadie escapa. Lo más extraño, lo más inquietante, por su sencillez, está en el centro y al fondo. La puerta de un ascensor. La pequeña pantalla de un circuito cerrado. Un panel de llaves, una mesa y una lamparita de despacho, casi búlgaras. Un lavabo, irónicamente insuficiente para lavar toda la sangre que se va a verter. Podría ser el rincón de un vigilante nocturno, un ascensor hacia el infierno o hacia una sala de autopsias, porque eso es lo que vamos a ver: la autopsia de una pulsión fatal. Donnellan & Ormerod escalpelan la opulencia barroca para ir al hueso de ese malestar irrefrenable. Sus instrumentos quirúrgicos son una compañía extraordinaria, y la luz, y el espacio, y la alucinatoria banda sonora: lejanos cánticos de iglesia, burbujeos negros que parecen ascender de un pozo sin fondo, y, en mitad de un silencio absoluto, el crujido de un dedo, prenda de amor, al ser amputado con unas tijeras.
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