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Reportaje:EL MADRID QUE NO FUE

De los Ríos y la ciudad transparente

El pensador liberal propuso demoler decenas de iglesias, conventos y monasterios de Madrid para abrir avenidas, bulevares y plazas

Hasta hoy, pervive en Madrid la Milicia Nacional, una organización cívica creada en 1821 para atajar un golpe militar contra los intereses democráticos del pueblo de Madrid. A ella perteneció, desde su mocedad, una de las personalidades más enérgicas y creativas de cuantas protagonizaron el siglo XIX madrileño: Ángel Fernández de los Ríos. Sus convicciones democráticas, transmitidas en el seno de una familia con vínculos amistosos con próceres del liberalismo como Juan Álvarez Mendizábal y Pascual Madoz, marcarían su vida. Desde la prensa, la tribuna, el escaño y, sobre todo, desde la Concejalía de Obras del Ayuntamiento madrileño, De los Ríos batalló infatigablemente por conseguir la dignificación de su ciudad, que consideraba lacerada por la incompetencia política de los monarcas, la intolerancia dogmática del alto clero y la honda incultura de la aristocracia.

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Ciudadano, patriota y cosmopolita

Fernández de los Ríos había nacido en Madrid en el mes de julio de 1821 y en sus tempranos años se vinculó casi simultáneamente a la Milicia Nacional y al periodismo, desde posiciones ideológicas liberales y progresistas. Comprometido en todas las revoluciones democráticas de 1848, 1854, 1868..., sufrió exilio en Francia y Portugal en varias ocasiones. En las pleamares revolucionarias del siglo XIX, llegó a ser diputado y embajador en Lisboa. Lejos del utopismo tan en boga en su siglo, veía la revolución plasmada en la mejora de las condiciones de vida de las clases populares urbanas, en cuyas luchas emancipadoras participó con denuedo.

De los Ríos pudo contemplar las mejoras inducidas por el empuje popular en París y se aplicó a proyectar algunas de ellas -como la apertura de bulevares, teorizada ya en 1746 por el abate Ausker- sobre Madrid, a la que amaba sobremanera. Su afecto nacía de haber descubierto la ciudad de la mano de uno de sus principales conocedores, Ramón de Mesonero Romanos, a quien sucedió en la rectoría del Semanario Pintoresco Español, fundado por el sabio edil.

En contraposición a su maestro autor de El Madrid antiguo, Ángel Fernández de los Ríos escribió El futuro Madrid, donde compendió sus proyectos para dignificar la vida urbana de una metrópolis que, mediado el siglo XIX, nadie consideraba con la entidad de la capital de una nación de la solera de España.

El laicismo militante de Fernández de los Ríos le llevó a percibir que la desordenada proliferación por la ciudad de conventos, monasterios, iglesias y humilladeros -que tildaba caprichosa y errática- se erguía como uno de los principales obstáculos para la transparencia de las vías públicas de Madrid y para la dignificación de la vida cotidiana de sus moradores. Su afán partía de comprobaciones objetivas tan básicas como la del tamaño de las vías públicas: sólo cuatro calles medían más de un kilómetro de longitud: Alcalá, Toledo, Trajineros y Atocha, ésta con 1.206 metros. De ellas, sólo una poseía una anchura de 50 metros, la de Alcalá, y tan sólo ocho superaban los 15 metros de acera a acera. El ancho medio de las vías públicas madrileñas variaba de uno a seis metros.

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Por otra parte, era un enjambre de plazuelas, muchas de ellas de sólo tres metros de diámetro. Únicamente la plaza de Oriente alcanzaba dimensiones comparables a las de una plaza europea capitalina, con 19.200 metros de superficie. Habida cuenta del subdesarrollo del alcantarillado, la escasa ventilación y de la insalubridad reinante, estigmas insuperables con estas dimensiones en el callejero para un Madrid que en torno a 1874 contaba con 300.000 habitantes, cualquier proyecto modernizador exigía ampliar calles y plazas, airearlas, trazar bulevares y abrirlo todo al tránsito peatonal y al del transporte público. Fernández de los Ríos preconizaba el ómnibus de tracción animal como idóneo. Se trataba de las diligencias tiradas por caballos.

El pensador respondía con estas propuestas al dolor de un Madrid postrado por el bloqueo interior de una villa incomunicada a consecuencia de la falta de racionalidad en el diseño de la trama urbana, por la inercia de un pasado arbitrario y la parálisis social de una dogmática que muchos, que no él, creían inamovible.

Ante tanto desmán estético -que afeaban la ciudad hasta horribles extremos- pero sobre todo éticos por el servil padecimiento al que aquel Madrid sometía a sus moradores, Fernández de los Ríos propuso en su libro la demolición de edificios religiosos como las iglesias del Carmen, San Luis y San Miguel, más los conventos de las Comendadoras, las Descalzas Reales y Santa Catalina de los Donados, así como Santo Domingo, entre otros, para liberar solares sobre los que trazar avenidas abiertas que intercomunicaran los dispersos fragmentos de la ciudad.

De tal modo quedarían conexos grandes hitos simbólicos como la basílica de San Francisco el Grande, concebida como Panteón de Hombres Ilustres, vinculada por un gran bulevar al Congreso de los Diputados. Igualmente, la basílica se vincularía con el Palacio Real, éste con el de Liria y ambos, con la calle de Amaniel, con su punto de fuga en el esparcimiento de los madrileños simbolizado por la Dehesa de la Villa.

Su lema era "demoler para construir", y confiaba en que la liberación de suelo, que creía obstaculizado por tanto recinto religioso, procuraría un rápido desarrollo del comercio y la riqueza.

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