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Reportaje:PARÍS 01 | CRÓNICAS DE LA VIDA

Bajo el síndrome de Ulises

Milagros Pérez Oliva

Tomo prestado para este recorrido el título de una novela que transcurre en París porque a la Ciudad de la Luz y de las artes se puede llegar a través de muchos circuitos, pero el literario ha sido siempre uno de los más sugerentes. Cientos de escritores de todo el mundo han vivido o viven en París, siguiendo la estela de otros muchos que también lo hicieron e incluso murieron en ella. París ha ejercido siempre una gran fascinación en los escritores, pero ¿sigue siendo una fiesta, como decía Hemingway? ¿Es una ciudad que no se acaba nunca, como sostiene Enrique Vila-Matas? ¿O ya sólo es "la Ciudad de la Luz a la que se le han fundido los plomos", como apunta Bryce Echenique?

De momento, el primer pálpito que se percibe en este tórrido verano es el del síndrome de Ulises, ese sentimiento de pérdida y soledad, de miedo e incertidumbre que se apodera de muchos emigrantes cuando están lejos de su casa y se sienten rechazados. Pero no llego a esta idea por el título de la última novela parisiense de Santiago Gamboa, al que conoceré más tarde, sino a través de algo mucho más prosaico y acuciante, la actualidad.

Bajo los puentes del Sena ha emergido una ciudad de vagabundos de todas las edades
Predominan las pieles oscuras y hay mucha obesidad, el nuevo distintivo de la pobreza urbana

Los noticiarios están poblados estos días de historias de desarraigo y expulsiones, de miedo y persecución. Historias de inmigrantes sin papeles y vagabundos sin techo, de niños que se esconden y madres que lloran en los aeropuertos. Pero como realidad y literatura se dan muchas veces la mano, también en este caso acabarán fundiéndose en el testimonio del propio Gamboa, que ha entrado en París dos veces y por dos puertas y ha sufrido como pocos el síndrome de Ulises.

Todavía humeante el incendio que sacudió las banlieue en primavera, la canicule ha llevado este verano a París no sólo una ola de calor, sino también un recalentón político que ha amargado las vacaciones del Gobierno. El verano ha comenzado con una nueva convulsión social: la de los niños sin papeles. Mientras la policía iba a los colegios y a los liceos en busca de escolares sobre cuyas familias pesaba una orden de expulsión, padres y profesores de toda Francia se movilizaban para evitarlas. Justo cuando el libro con el que el ministro de Interior, Nicolas Sarkozy, da a conocer su ideario político como virtual candidato a la presidencia de Francia llegaba a las librerías, el pasado 17 de julio, la Red Educación sin Fronteras tocaba los tambores mediáticos con un nuevo mensaje de emergencia: evitar la expulsión de dos chicos chinos de 19 años del barrio de Bellville, alumnos del Liceo Técnico de Bois, que llegaron a Francia con sus padres hace cuatro años y no tienen papeles. "Cuando lleguen a China, los meterán en la cárcel o en un centro de rehabilitación porque han salido clandestinamente", explica Alain Doustalet.

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Alto y circunspecto, con poblado mostacho, Doustalet es uno de los miembros de la Red que permanece en guardia en París este verano caliente. No milita en ningún partido ni sindicato, sólo en la asociación de padres de alumnos del liceo de sus hijos, y representa muy bien el carácter del movimiento que se enfrenta al ministro Sarkozy: una red de asociaciones de todo tipo, a la que se han sumado intelectuales y personalidades públicas, que mantiene en contacto por correo electrónico a 13.000 personas de toda Francia, en su mayoría profesores y padres de alumnos. "Es un movimiento transversal: hay gente de todas las orientaciones políticas, incluido el centro y la derecha civilizada, porque se movilizan en defensa de sus vecinos, de los compañeros de sus hijos, de sus propios alumnos", dice.

"Sakimat es uno de nuestros hijos", dice la pancarta que los padres de alumnos colgaron en una escuela de Brest a finales de junio. Sakimat Amiralieva tiene seis años y es hija de una madre soltera de Daguestán que se fue de su país después de ser expulsada de la escuela en que trabajaba como maestra por conducta inmoral. Cuando la policía estrechó el cerco sobre la niña, las madres del colegio establecieron turnos para ocultarla en sus casas. Cuentan que la niña tenía el miedo tan interiorizado que cuando llamaban al timbre corría a esconderse. "Mucha gente tiene miedo, mucha gente se esconde estos días en Francia", explica Doustalet.

Saint-Denis es una de las poblaciones de ese extrarradio de París en el que la gente se esconde porque tiene miedo. Los nuevos inmigrantes, más rechazados que nunca, caen con su angustia como una lluvia fina pero constante sobre los guetos de la vieja inmigración, que, expulsada a su vez a una periferia física, cultural y económica, vive en permanente estado de ansiedad.

En la mañana del 19 de julio, Saint-Denis soporta como puede la canícula. Lo primero que sorprende al salir del metro es el abandono urbanístico, la degradación de buena parte del parque de viviendas, la suciedad del entorno. Aún pueden verse varios coches quemados en sus calles. Pese a ser una alcaldía comunista que ha hecho grandes esfuerzos en política social, es evidente que los problemas han crecido más deprisa que los presupuestos. A esa hora sólo se ven mujeres de andares cansinos que arrastran niños derrotados por el calor y ancianos adormilados en los bancos. Suerte tienen de los árboles de Francia: su sombra no hace distinciones, ni de clase ni de procedencia.

Predominan claramente las pieles oscuras y hay mucha obesidad, el nuevo distintivo de la pobreza urbana, la que se deriva del mal comer y poco que hacer. Pero, de vez en cuando, también la periferia degradada se ilumina con destellos de extraordinaria belleza, la de esas tres mujeres africanas de andares majestuosos, vestidas con colores intensos, que se mueven con un porte y una elegancia imposibles de imitar; la de esos dos adolescentes de piel tersa y sonrisa abierta que juegan junto a la fuente seca y salen corriendo cuando ven que un coche patrulla se aproxima. Ésta es la Francia del mestizaje, pero es una Francia que no se acaba de mezclar. Hay mucha diversidad, pero está toda junta, segregada, sin penetrar en la France eternel por mucho que el telediario de la tarde de TF1 esté presentado desde ese lunes, por primera vez, por un locutor negro, Harry Roselmack. Una excepción que se quiere hacer pasar por regla.

El edificio que alberga al sindicato CGT y otras entidades, en la rue Genin, es un inmueble de los años sesenta que ha envejecido tan mal como la mayor parte de la arquitectura de esos años. En lo que debería ser un frondoso jardín sólo hay tierra y matojos. Jean Michel Delabre, profesor de instituto y miembro de la Liga de los Derechos Humanos, tiene hoy cola. Acude a Saint-Denis para asesorar a inmigrantes sin papeles como Ondon Orgonbayar, madre de cinco hijos, el último nacido en Francia, que llegó con su familia a Toulouse en 2003 pero tuvo que huir a París cuando la policía fue a buscar a los dos que estudiaban en el liceo. Muestra con agradecimiento el recorte de periódico donde aparece la manifestación que los profesores y alumnos organizaron para evitar su expulsión.

Pese a que estudió ingeniería textil en Rusia y a que su hijo mayor ha sido admitido en la Legión Extranjera, ni Ondon Orgonbayar ni su familia pertenecen a la categoría de "inmigrantes deseados". Forman parte de esa "inmigración sufrida" que Sarkozy contrapone a la "inmigración deseada", a la que va dirigido el contrato "de competencias y talentos" previsto para profesionales y científicos de primer nivel llamados a contribuir "al brillo de Francia en el mundo".

Jean Michel Delabre atiende luego a un sordomudo con el que se entiende por escrito, a un joven marroquí para el que, por más que busca, no encuentra ninguna posibilidad de regularización, y a un tunecino de 19 años al que aconseja no presentar aún la solicitud porque ha suspendido el curso y además ha faltado mucho a clase.

Apenas termina la última entrevista salimos para el aeropuerto Charles de Gaulle. La Red ha recibido una información según la cual los chicos chinos serán expatriados a las tres de la tarde en el vuelo de Shanghai. Cuando llegamos, un centenar de personas han acudido a la intempestiva cita y la policía ha tomado ya posiciones. Al poco llegan los padres de los chicos, completamente abatidos, apocados, hundidos por la extirpación traumática que sufren. No saben francés y, con voz apenas audible, piden a través de una intérprete que les dejen vivir juntos en Francia. Las madres no hablan, una mira siempre al suelo y la otra sólo llora. Finalmente, se sabe que el vuelo ya ha salido y que llevaba a dos inmigrantes, pero no eran los chicos chinos. En silencio, volvemos a París en un tren tan atiborrado y agobiante que la gente ya ni siquiera se molesta en secarse el sudor.

El movimiento de enseñantes había logrado en diciembre que ninguna familia con hijos escolarizados pudiera ser expulsada mientras durara el curso escolar. Con el fin de las clases llegó el incendio. La chispa prendió en Sabiroy, cuando la policía fue a la escuela de Dôle para llevarse a Madina, una niña de ocho años, la mayor de una familia chechena de cuatro hijos retenida en Lyón.

A partir de ese momento, las alertas y movilizaciones se sucedieron por todo el país y Sarkozy se vio obligado a dar un paso atrás, nombró un mediador y emitió una circular que concedía a las familias con hijos escolarizados una oportunidad de regularización especial que vence el 13 de agosto. "No seremos crueles", declaró el ministro. "Aquellos escolares que demuestren especial arraigo podrán quedarse", añadió, "pero se decidirá caso por caso". ¿Y cómo se mide el arraigo? La circular lo aclara: "Podrán quedarse aquellos niños que no tengan ningún vínculo con el país de origen y sólo hablen francés". Alain Doustalet dice que no quiere ni imaginar de qué sería capaz el ministro en caso de ser cruel.

La circular, lejos de amainar la protesta, ha sido como echar gasolina al fuego: "¿Cuántos niños de inmigración reciente no hablan la lengua de los padres? ¿Y cuántos padres inmigrantes sólo hablan francés en casa?", pregunta Doustalet. "Está claro que lo que pretende Sarkozy es cortejar al electorado del ultraderechista Le Pen". La nueva ley de inmigración, contra la que recurrió la oposición, endurece las condiciones para obtener el permiso de residencia y el reagrupamiento familiar. Según el ministro, sólo el 5% de los inmigrantes que llegan cubren necesidades laborales. El resto corre el riesgo de engrosar la racaille, la chusma del extrarradio, los vagabundos que, de forma creciente, afean la ciudad.

Porque ya hemos visto las dos caras de Francia, la que expulsa y la que acoge, pero todavía nos queda por ver las dos caras del Sena. Muy cerca de la estación de trenes de Austerlitz, en el Port de la Gare, se extiende el nuevo París Plage rive gauche, una playa de 700 metros donde la gente puede bañarse, no en el Sena, por supuesto, que baja tan turbio como siempre, sino en una magnífica piscina flotante bautizada Josephine Baker. Al otro lado, junto a Châtelet, entre el Louvre y el Pont de Sully, París Plage rive droite ha convertido este tramo del río en un paisaje tahitiano, con palmeras y arena fina, que de día exhibe una variopinta multitud de pieles y de noche una variopinta muestra de indumentarias. La ciudad ha ganado un amable espacio de calma, donde turistas, grupos de jóvenes y familias con niños se refrescan bajo los surtidores de vapor. Es una iniciativa del alcalde socialista Bertrand Delanoë, muy celebrada por unos porque supone la recuperación del Sena como espacio lúdico, y denostada por otros, que ven en ella una operación de escaparate mientras se trata de ocultar la creciente pobreza de los barrios periféricos.

La nueva batalla política comenzó en diciembre, cuando los albergues de la ciudad estaban a rebosar y Médecins du Monde empezó a repartir tiendas de campaña entre los vagabundos para protegerles del frío. El invierno pasó, pero Médecins du Monde siguió repartiendo tiendas porque comprobó que también era una forma de dar visibilidad a la pobreza: pese a que hay 3.600 plazas de albergue, unas 2.000 personas duermen cada día en la calle.

Pero París es una ciudad inmensa, una ciudad continente en la que cabe todo y todo puede también ignorarse. Los 26 millones de personas que la visitan todos los años pueden pasar por ella sin enterarse de que hay un cuarto mundo, y buena parte de los parisienses que viven en los barrios acomodados, con alquileres de 6.000 euros al mes, también. Los millonarios que compran en Cartier, Hermes o Louis Vuitton, que se mueven de la plaza Vendôme a los Champs Élysées, y comen en los restaurantes de moda de Le Marais, pueden pensar que París es siempre una fiesta porque ciertamente para ellos lo es.

Pero un poco más allá, bajo los puentes del Sena, en el canal de Saint-Martin, ha emergido una ciudad de clochards, vagabundos y excluidos de todas las edades y todas las procedencias, que el Gobierno ha querido hacer desaparecer. Como no lo ha conseguido, ha nombrado a otro mediador.

Graziela Robert llega a nuestra cita en bicicleta y sofocada. Se le nota la tensión que lleva dentro. Tiene al Ministerio de Asuntos Sociales y a la alcaldía de París en jaque mediático. Ella es el alma de la batalla de los clochards, una mujer enérgica, que sabe muy bien lo que busca: "Nosotros no queremos mediadores, no estamos en guerra con nadie. Lo que queremos es que toda esta gente pueda tener alojamiento duradero". La furgoneta de Médecins du Monde nos recoge en Châtelet. Ahí están Roselina, una psicóloga dulce y menuda en la que confían incluso los vagabundos más agresivos, que los hay; Cloe y Andray, dos jóvenes voluntarias, y Maurizio Volo, un médico que trabaja en el centro de París y que la última Navidad decidió que sentir compasión no era suficiente. "Cuanto más tiempo están en la calle, menos ganas de luchar tienen. Muchos de ellos están en peligro de muerte inminente", explica.

Llegamos al Boulevard Pasteur y no encontramos ni rastro de las 12 tiendas que había. La policía ha levantado el campamento, pero aún quedan, desperdigados, algunos vagabundos tan alcoholizados que no pueden dar un paso. Son un polaco, un portugués, otro que no habla y un francés con sida. No quieren que les lleven a ningún sitio, prefieren pasar la noche sobre las raídas colchonetas, en la calle. Les dan café, comida, medicinas. Cuando nos vamos, unas vecinas salen corriendo pidiendo que nos los llevemos. "Hacen mucho ruido", argumentan. Graziela baja de la furgoneta y asistimos a una gran performance: invita a las señoras a ir a hablar con los vagabundos, ellas se resisten, Graziela insiste, al final van, y hablan, y Graziela les pide que no hagan ruido, por favor. Así es Graziela, la asistente social que tiene en jaque mediático al Ayuntamiento de París. Les dejamos a las doce de la noche, en el campamento que se ha formado bajo el puente de Austerlitz, en el que cuento 27 tiendas, un mundo espectral intermitentemente iluminado por los faros de los barcos que, repletos de turistas, recorren el Sena.

Playa artificial instalada a orillas del Sena, en París.
Playa artificial instalada a orillas del Sena, en París.DANIEL MORDZINSKI
Graziela Robert, de Médicos del Mundo, asiste a una persona <i>sin domicilio.</i>
Graziela Robert, de Médicos del Mundo, asiste a una persona sin domicilio.D. MORDZINSKI

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