Incendios
Siempre ha habido incendios en la península Ibérica, como en todos los países ribereños de la cuenca del Gran Mar Interior. Con el clima mediterráneo, que hace coincidir las máximas temperaturas con las mínimas o nulas precipitaciones, el estío, esa quinta estación entre el verano y el otoño de los venecianos, el fuego ha sido un factor ambiental tan pertinaz como la propia sequía.
Entonces, ¿qué hay de nuevo en este problema? Que es un problema. Lo que han variado han sido las dimensiones catastróficas que alcanzan los incendios actuales y su falta de autocontrol, la dificultad para apagarlos. ¿Por qué? Porque ha cambiado el territorio, han desaparecido los ganados que, consumiendo pasto y rastrojos apagaban los fuegos en el invierno anterior al verano que se iban a producir. Porque ha desaparecido ese guardián de la naturaleza que era el campesinado, apresuradamente sustuido por una guardería que apenas puede llenar ese vacío, y en su lugar proliferan invasores temporales en forma de campistas. Porque se ha sembrado el monte de bidones de igniscible trementina, entre otras, los pinos y eucaliptos, prestos a arder, en forma de monótonas plantaciones que terminan por extenderse a todas las demás (un incendio doméstico puede arrasar el cuarto de baño de una vivienda, pero suele producirse en la cocina). Porque han proliferado las pistas y caminos ociosos que permiten llegar fácilmente a los más recónditos parajes arbolados. Porque se han situado urbanizaciones en sitios absurdos donde nunca hubo un pueblo asentado.
Por cierto, los psicólogos clínicos consideran que en España hay un poco más de un centenar de pirómanos diagnosticados, pero oyendo a los políticos parecen miles. ¿No será que los verdaderos pirómanos han sido las políticas agrarias, forestales y urbanísticas, esto es, de gestión del territorio, que vienen funcionando durante décadas.
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