Cosas de perros
En Madrid ocurren unas cuantas cosas malas a diario. Pero todos los días sucede también algo amable que te reconcilia con la vida. Les voy a contar a ustedes las actividades solidarias de una perra llamada Yaiza, de la belicosa familia de los presas canarios, soberbios cancerberos de aspecto atigrado, macizos como un tanque, serios como una tormenta. Yaiza es más tierna que un flan, pero no se te ocurra enfrentarte a ella, ciudadano. Suele pasear por la zona de Prosperidad. La pobre tiene que ir con bozal y mirada melancólica. Reside en la calle del Cardenal Silíceo.
Tengo la suerte de ser amigo suyo. En cuanto me divisa a lo lejos, empieza a mover la cola a 100 por hora y se me acerca despacito, a la manera de un guepardo mimoso (hace tres años, cuando esa bella bestia tenía cuatro meses, se puso tan contenta al verme que me tiró de una banqueta y perdí el conocimiento; estuvimos una temporada sin hablarnos). Sabe, la muy astuta, que, a espaldas de sus dueños, yo le proporciono diversas golosinas que calman su insaciable apetito; zampa con fluidez chorizo, lechuga, tomates, ensaladilla rusa, jamón, ternera, fabada, sandía o boquerones en vinagre. A pesar de todo, he llegado a la conclusión de que a Yaiza lo que más le gusta es conversar, como a los protagonistas cervantinos de El coloquio de los perros. Su dueño dice de ella que es "omnívora, como Dios".
Yaiza, esa bestia, ha salvado la vida desde el pasado mes a casi una veintena de vencejos. Vive en un bajo que comunica con el patio interior del edificio. Durante estos calorazos, los vencejos, que montan sus nidos en construcciones urbanas, caen en picado de vez en cuando heridos por el sol. Es entonces cuando interviene Yaiza. Sale como una flecha al patio, agarra delicadamente al pájaro con el morro, lo introduce en el lugar más fresco de la casa, lo acurruca con sus patazas y no permite que se le acerque nadie, excepto sus dueños, Esther y Alberto, que dan agua al vencejo, lo acarician, comprueban si está herido y, si todo va en orden, salen al patio y dejan que el pájaro vuelva a volar tan contento. Mientras tanto, Yaiza observa todo moviendo el rabo. Sólo dice: "¡Guau! ¡Guau!".
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