Viajar en avión
EL AVIÓN, un invento que nació con la prisa de las moscas y con el orgullo veloz de la modernidad, se ha convertido en una disciplina de paciencia. Todo vértigo está condenado a vivirse como un ejercicio espiritual en cuanto ponemos un pie en un aeropuerto. Los viajeros salen de los taxis con aire de eficacia o de aventura, mueven los equipajes con la alegría de los negocios inmediatos o de las grandes distancias, pero en cuanto se abren las puertas mecánicas y entran en el edificio del aeropuerto sufren una repentina transformación. La flor de plástico que duerme en las oficinas más tediosas se apodera de la mirada de los viajeros. El vuelva usted mañana de la vieja burocracia española hace juegos acrobáticos sobre las colas y las salas de espera.
La gravedad de la situación se nos revela cuando elegimos la peor cola en los mostradores de embarque. Uno hace sus cálculos, valora el número de viajeros y de maletas, los grupos, los posibles inconvenientes, y escoge el camino más rápido. Pero la rapidez se paraliza, se detiene, y nos devuelve al ámbito espiritual de las preguntas íntimas. ¿Por qué siempre tiene que pasarme a mí? ¿Por qué soy yo el elegido de la mala suerte? Mientras en las pantallas electrónicas tiemblan los destinos y aletean las ciudades, una viajera discute con la encargada del mostrador por un problema de sobrepeso. La discusión entra en un agujero negro y la cola se detiene. Tal vez sea conveniente cambiar de mostrador, elegir a una azafata más eficiente, estar atentos a los nuevos mostradores que se abren. Pero la experiencia enseña que, por mucho que cambiemos de lugar, nunca cambiaremos de condición, y que la mala suerte de las esperas suele arrastrarse de mostrador en mostrador. Así que nos quedamos en nuestra cola, contentos de haber llegado por una vez con tiempo de sobra al aeropuerto.
El tiempo es una materia flexible. Nos pasamos la vida esperando, y no porque seamos dueños de nuestro tiempo, sino porque tenemos prisa, porque necesitamos llegar a donde no estamos, conseguir lo que no tenemos, vivir en la imaginación de lo que no hemos vivido. Nuestra espera se parece a una negación del presente, ponemos los ojos en el futuro para desposeernos de la realidad. Da igual estar consagrados a una utopía grandilocuente, a una hipoteca quebradiza en el horizonte de los finales de mes o a una cola de aeropuerto. El caso es sentirnos condenados a la insatisfacción. La prisa de la palabra cuándo impide cualquier relación serena con el presente. Uno puede entretenerse observando los matices del paisaje humano, la habitación de hotel que brilla en la cara de las viajeras solitarias, el sermón del ejecutivo que da órdenes por teléfono, la melancolía del niño dominicano que aguarda vestido con una camiseta de la selección española de fútbol. Hay modos de entretenerse, pero la verdad es que el tiempo vuela, los relojes gritan y la situación apremia. La azafata minuciosa discute con los viajeros, con los billetes, con el ordenador, y abandona su silla para resolver problemas en una oficina que se oculta al otro lado del pasillo. Cuando por fin nos toca a nosotros, casi nos desilusiona que todo salga bien, rápido, en apenas un minuto.
Pero lo peor de las utopías es que a veces se cumplen. Hay que desnudarse demasiado para entrar en el paraíso. La flor de plástico de nuestra paciencia de viajeros siente un escalofrío vegetal mientras nos quitamos el cinturón en el control de la sala de embarque para que no salten las alarmas. Nos queda el obstáculo final de recomponernos, recuperar el móvil, la cartera y la palabra cuándo. Vamos a buscar nuestra puerta en la pantalla donde se barajan los destinos y se resuelven los eternos problemas del tiempo y del espacio. Y la puerta no está asignada. Empieza ahora la verdadera dimensión trágica de la paciencia, el avasallamiento de los retrasos, el desengaño y la orientación. Hemos conseguido llegar, pero no tenemos avión designado. La palabra cuándo se llena de grietas, como las utopías que se cumplen y enseñan la dimensión de sus colmillos. Los viajeros que han conseguido su tarjeta de embarque, pero no tienen puerta asignada, son una versión humilde de los seres derrotados por sus propias utopías. Miran al futuro con la desesperación del demócrata alemán que vio nacer en el equipaje de la razón liberal la irracionalidad del nazismo, o del comunista que descubrió los crímenes de la dictadura soviética, o del judío digno que contempla al Estado de Israel deslizarse por los infiernos del genocidio, o del ciudadano occidental que se avergüenza de que sus instituciones negocien con la barbarie, la tortura y la mentira. Resulta muy peligroso que la palabra cuándo nos cierre los ojos a la realidad de la palabra ahora.
Claro que todo puede ir a peor. El deseo de volar supone a veces la desgracia definitiva de saltar por los aires, según confirman las cajas negras de los aviones y los atentados terroristas. Conviene que la paciencia de los aeropuertos nos enseñe a vivir con los pies en la tierra, pero sin renunciar al viaje. En fin, estas cosas las piensa uno cuando encuentra en casa, en las páginas de un libro o entre papeles revueltos, un billete viejo de avión. Entonces se siente que el futuro es ya cosa del pasado, y se descubre el ayer camuflado en la tristeza de la palabra cuándo.
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