Para ser la explanada
Sentado en una de las sillas de tijera, antes incluso de sucumbir a un limón granizado en el quiosco Peret, es fácil compartir de repente la sensación de Juan Gil-Albert cuando, hace ya muchos años, escribió: "Alicante es una ciudad que parece ofrecer su cuerpo al descuido, tendido hacia el interior, en la sombra, presentando su rostro al sol, apoyado en sus dos brazos, mirando ininterrumpidamente el mar; el paseo de palmeras es su rostro y sus brazos y constituye también para el visitante su goce y su tranquilidad; estar en Alicante es estar en la Explanada".
Al acabar la guerra civil, el Paseo de los Mártires de la Libertad, que conmemoraba la gesta revolucionaria de Pantaleón Boné, la insurrección liberal, se convirtió en la Explanada de España. Después, en 1957, el alcalde Agatángelo Soler la remodeló, con un nuevo pavimento sinuoso al estilo de la playa carioca de Copacabana, la instalación de alumbrado público y una nueva jardinería. Así se ha mantenido hasta hoy. Casi cincuenta años. Todo un récord en una ciudad en permanente demolición.
La Explanada es el último vestigio de una manera de entender la vida y la ciudad
Muchas cosas han cambiado. Desde la Explanada, el mar ya no ofrece "una sensación de escollera, de faro, de haber sido mar y de tenerlo bajo la piedra". Lo siento por Miró. También por Azorín, quien recordó así sus sensaciones de infancia en Alicante: "Me penetraba el olor de la ciudad marítima. Los olores heterogéneos de salazones, de brea, de semillas, de cordelaje, de gas de alumbrado que alguna ráfaga traía de la cercana fábrica. Y envolviéndolo todo: el ancho hálito del mar". Desgraciadamente, ese mar se ha convertido en un aparcamiento de mástiles que cubre el puerto. Las palmeras apenas son capaces de tapar la visión de los coches veloces que exhalan el final de un sueño que comenzó hace más de un siglo, cuando Alicante aspiró a ser Palacio de Invierno.
La Explanada es el último vestigio de una manera de entender la vida y la ciudad. "Lo demás no cuenta" escribió el gran Gil-Albert, siempre inmerso en la búsqueda de lo esencial; "como toda ciudad, grande o chica, tendrá sus vericuetos y sus escondrijos, como nuestro organismo tiene sus vísceras y sus glándulas de secreción interna, pero el manifiesto sentido de su ser radica en su compostura exterior, lo que podríamos llamar el exponente de una intención oculta; Alicante vivía para ser la Explanada, para estar sentado allí".
El poeta es también un observador afilado. Porque la ciudad de Alicante, la urbe que parece negarse a sí misma en cada movimiento, que crece sin concierto a golpe de ladrillo rápido y que se desdobla mediante planes urbanísticos brutales, esa ciudad descentrada y sin dirigentes que la amen de verdad (muchos la quieren, sí, pero con la pasión del depredador sobre su presa), vive todavía hoy para ser la Explanada; para estar sentados allí, charlando y observando a los paseantes agitados; mientras pensamos que algo perdura aunque el pueblo grande y acogedor haya sido sustituido por la ciudad de la prisa consumista, de los tubos de escape y del vivir caótico. Alicante sigue siendo la Explanada, aunque parece no saberlo.
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