ESTRENOS DE CARTELERA
Me tiro a la calle. Sin deshacer la maleta. Sin abrazar al perro al que no veo en meses. Sin mirarme al espejo a ver cómo me ha matado el viaje. Sin darle cuentas al pregonero. Me tiro a las calles que vivieron sin mí un año. Recorro en taxi las noches de mi vida, las de los veinte años en Malasaña, las de los quince en Sol, las de los treinta en Santa Ana. Pienso en aquello que decía Haro Tecglen una noche de verano de hace diez años, cuando le hacíamos compañía en la ciudad desierta que nunca quería abandonar: "Una vez que la edad te mata la posibilidad de vivir aventuras y eres invisible para las mujeres, para qué salir de noche". Entonces me parecía un comentario efectista. Diez años más tarde, aunque no soy vieja voy comprendiendo el razonamiento. Comprender es intuir el declive. Pero aún salgo con la esperanza de que ocurran disparates. Ocurren: un chulo, agresivo, mamado, se ha parado delante del taxi y no nos deja avanzar. Pega un puñetazo a la carrocería. El taxista amenaza al chulo esgrimiendo un buril: "Te lo hinco en el pecho y me quedo tan fresco". Ay, Madrid, Madrid, cada vez que llego parece más irritada, la gente está a la que salta. Por las obras y los chulos. Antes eran los yonquis. Sería absurdo decir que uno prefería aquello, pero es verdad que los macarras y la mala baba de hoy en día dan susto. Madrid. Yo no beso tierra como los Papas en la Terminal 4, la beso en la Cava Baja. Es aquí donde digo: gracias, Dios mío. Aquí donde descubro el cartelillo de un videoclub que han abierto en mi ausencia, El Angelica. Voy hacia él como Hansel y Gretel fueron aquella noche a la casita de la bruja. Angelica rinde homenaje a los cines Angelica de Nueva York, adonde van los cinéfilos neoyorquinos que saben que existen otras industrias más pobres. Por esa regla de tres nuestro Angelica debería mostrarnos un cine más pobre que el nuestro, no eso que llaman "independiente", que ha acabado siendo pijomoderno, sino el cine más raro y barato que se hace ahora mismo en el mundo, el nigeriano. Esta historia empieza en 1992, cuando a un viajante nigeriano se le ocurre que para dar salida a una partida de vídeos vírgenes que compró en Taiwan va a grabar en ellos una película casera. La rueda. Trata de un hombre que consigue poder y riqueza tras matar a su mujer en un asesinato ritual. Luego el hombre, a ver, se arrepiente porque esa muerta se le aparece muchísimo por las noches. La película vendió un millón de copias y fue el principio de una industria que, después de la agricultura, se ha convertido en la actividad más generadora de empleo. Los nigerianos nutren de películas de vudús a toda África. Ahora el Gobierno quiere entrar en el negocio, siempre y cuando los cineastas dejen de mostrar Nigeria como un país entregado al yuyu y el ritual sangriento. Pero son las historias que gustan a la gente de las aldeas que ha pasado mágicamente de la tradición oral al vídeo obviando las artes intermedias. Nollywood produce dos mil películas al año, más que Hollywood y que Bollywood. Pero vayamos a lo nuestro, a la aventura nocturna de esa mujer zascandila (yo) pero decente (yo) que entra en El Angelica y se acoda en la barra. Allí su mirada se cruza con la de otro cliente. Un hombre que bebe zumo, espigado como un bailarín, y mira con unos ojos que ella ha visto antes. Son ojos espantados, que no parpadean, gatunos, brillantes. Un paso evolutivo intermedio entre los ojos de los retratos de las tumbas egipcias del Metropolitan y Raquel Revuelta. "Pero, hombre, si tú eres Paco León, ¿no?", le digo.
Ay, Madrid, Madrid, cada vez que llego parece más irritada, la gente está a la que salta. Por las obras y los chulos
(Continuará... Mañana)
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