_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los puntos de mi carné

El carné por puntos me tiene asustado. Desde que entró en vigor el pasado 1 de julio, cada vez que agarro el volante tengo la sensación de que todo lo hago mal. He metido la lista de infracciones y sus nefastas consecuencias en mi mollera y cada dos por tres he de afrontar situaciones susceptibles de pulverizar esa pírrica docena de puntos que la Dirección General de Tráfico me ha "regalado". Antes trataba de conducir lo mejor posible y no hacer barbaridades que pusieran en riesgo mi vida ni la de los demás. Procuraba no apretar demasiado el acelerador, ni pisar la raya continua y mantener una prudencial distancia con el de delante. Era un cuadro de intenciones que supongo compartía con la inmensa mayoría de los ciudadanos considerados de bien. Claro que, una cosa son las intenciones y otra la realidad del tráfico y los elementos que intervienen en el comportamiento de los conductores.

La sensación de velocidad, por ejemplo, no parece la misma cuando conduces un coche grande o uno pequeño y la de peligro tampoco es igual. Sobrepasar los límites permitidos era algo que antes acontecía casi sin darte cuenta. Morder unos metros de raya continua no parecía un terrible delito y pegar el morro al de delante era una forma "aceptable" de pedirle que avivara o se echara a un lado. Algo muy normal y corriente. Como por normal también tenía el utilizar el móvil unos segundos si había algo importante que decir, o ir sin cinturón para un trayecto corto en la ciudad. Si se fundía un faro, no lo cambiaba al momento y estacionar el coche invadiendo un poco el paso de cebra no lo consideraba una fechoría. Ahora todo esto son puntos que pueden volar y dejarte sin carné de conducir. Y habrá conductores a los que quizá no les cause un gran trastorno la retirada del permiso, pero a mí me hunde. Sólo imaginar las cosas que tendría que dejar de hacer por no poder conducir me entran escalofríos.

Todos decimos que es un error coger el coche, que los atascos son insufribles, que la gasolina es cara y que contamina. Todos sabemos que abusamos del automóvil pero seguimos usándolo porque es un instrumento de trabajo muchas veces insustituible y porque, en lo personal, nos proporciona libertad. Y que mientras abogamos por el incremento del transporte público, porque es evidente que ha de suplir lo más posible al privado, queremos mejores carreteras por las que rodar con nuestro coche sin depender de nadie.

Para eso sirve el automóvil y para eso es imprescindible el carné de conducir. Conservar el mío me ha obligado a revisar la práctica totalidad de mis hábitos de conducción. Antes, sin ir más lejos, arrancaba y ya en marcha buscaba el mejor momento para ponerme el cinturón de seguridad. Ahora me lo pongo en frío, sin calentar, porque me pueden quitar tres puntos. Llegaba a un stop y si no había mucho lío en ocasiones hacía eso tan típico de rodar muy despacito sin terminar de parar el coche. Ahora lo dejo seco y saco la cabeza por la ventana si es menester, porque una falta en un stop son cuatro puntazos menos. Lo mismo con los semáforos, nada de apurar el ámbar ni empezar a moverse cuando cambia el muñeco.

En los adelantamientos ya no arriesgo un pelo. La raya continua es sagrada y queda desechada cualquier maniobra que no garantice holgura en la discontinua. Este severo ejercicio de ortodoxia en la conducción alcanza niveles de talibanismo en el caso de la velocidad. Tanto es así que a veces miro más al cuentakilómetros que a la carretera, lo que tendré que revisar. Pero es que superas en un despiste el 50% de la velocidad permitida y te levantan seis puntos como seis puñaladas en el cartón del carné. Dos veces que esto ocurra y a mirar los horarios de autocares.

El alcohol nunca fue mi problema, lo que yo bebo y nada es prácticamente lo mismo, pero he visto tantos controles de alcoholemia y son tan duros con los puntos que ya no me atrevo ni a cepillarme los dientes con Licor del Polo. Así voy desde el 1 de julio y confío en mantener la disciplina mucho tiempo por la cuenta que me tiene. Se me ocurren un montón de objeciones al carné por puntos y también alguna aportación para mejorar el sistema. No diré nada. Quiero pensar que quienes lo diseñaron triunfarán si salvan un montón de vidas y en esa trinchera debemos luchar todos. Lo único bueno del miedo es que guarda la viña.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_